A propósito de la iniciativa para ir a una consulta popular sobre la reelección indefinida, en el país se ha desatado un interesante debate sobre los ámbitos de acción, diferencias y relaciones que en una sociedad democrática debieran tener los ciudadanos y los políticos.
Unos opinan, con sólidos fundamentos éticos, que una acción de este carácter debería ser convocada únicamente por ciudadanos, porque ellos o ellas, ajenos a cualquier interés político estarían en condiciones de generar una amplia convocatoria. Del mismo modo se sostiene que los políticos deberían retirarse de este tipo de iniciativas pues su práctica política, valga la redundancia, lo corrompe todo, lo transforma en un mero juego de intereses mezquinos.
Este argumento antipolítico exhibe, sin embargo, algunos problemas. El primero de orden práctico. Sería difícil, sino imposible, que ciudadanos que viven, trabajan, se dedican a sus actividades privadas, puedan tener o montar en muy corto tiempo una estructura y una logística en capacidad de acometer un proceso como el que implicaría recolectar una cantidad de firmas superior al millón y medio, si se pretende asegurar su éxito.
Además, el Decreto 16, expedido por el Gobierno, dejaría igualmente por fuera de esta actividad a las organizaciones sociales, pues si una de ellas se arriesga a emprender una iniciativa considerada política, inmediatamente pudiera ser disuelta. Para ello, entonces, están las organizaciones políticas, las mismas que, además, cuentan con una estructura y una experiencia en la recolección de rúbricas; un ‘know how’ indispensable para su realización.
Pero existe una razón más de fondo. Pensar que un tema político como la reelección indefinida es un asunto del que solo deberían encargarse ciudadanos, es recluir a los políticos solamente al juego electoral, cuando precisamente en una sociedad democrática se debería esperar que las organizaciones políticas se ocupen y ofrezcan salidas a los grandes problemas de la sociedad, más allá de lo electoral.
Ese es el papel y la obligación de todo aquel que busca representar a la sociedad mediante el ejercicio de la política. No hacerlo es desconocer una dimensión fundamental de su actividad, corromperla y empobrecerla a la mera lucha por el poder. Por ello, más bien la pregunta es la inversa. No tanto qué hacen los políticos metidos en este tema, sino por qué hay políticos y organizaciones que lo evaden, rehúyen tomar una posición y asumir su responsabilidad de enfrentar un grave riesgo para la democracia.
Y es que la esencia de la política democrático-representativa consiste precisamente en la existencia de una clase política decidida a dar la cara, a enfrentar, a ofrecer alternativas frente a los grandes desafíos de la sociedad.
Es en esas luchas en que los políticos de verdad deben probarse ante la sociedad, medir su temple, preparación y liderazgo, y no solamente en campañas electorales, donde estrategias de márquetin pueden disfrazar a mercaderes, improvisados y oportunistas en grandes líderes, estadistas o salvadores de la patria.