Los tambores de guerra suenan de nuevo en Sudamérica. El ya largo enfrentamiento entre los presidentes de Colombia y Venezuela, Álvaro Uribe y Hugo Chávez, que en más de una ocasión han estado a punto de llegar literalmente a las manos, ha tocado su punto más tenso, y no es casual que esto suceda a unos días de que el colombiano deje la presidencia.
Sería difícil encontrar a dos personajes más disímbolos que estos dos que hoy tienen a la paz y la estabilidad regional pendiendo de un hilo.
Álvaro Uribe es hijo de una familia acomodada y prominente. Chávez, apenas dos años más joven que Uribe, optó por la carrera militar. Dio el fallido intento de golpe de Estado en febrero de 1992.
La rivalidad que se tornó odio entre ambos no se debe sólo a sus biografías, pero sirve conocerlas para entender mejor el mutuo desdén con el que se tratan y la incapacidad de cada uno para entender al otro a lo largo de ocho años en el poder de Uribe y 11 de Chávez, hasta llegar al punto en que nos encontramos hoy: la denuncia formal del gobierno de Uribe de que Venezuela alberga guerrilleros colombianos en su territorio, el indignado desmentido de Chávez y su decisión de romper relaciones diplomáticas, la escalada retórica que le ha seguido, la intermediación de varios países de la región y los temores crecientes de que lo que bien pudo ser un desplante seguido por una temeridad pueda desembocar en un choque armado.
No dudo ni por un momento de la capacidad de las FARC y el ELN para infiltrarse en territorio de países vecinos a Colombia, como ya pasó en Ecuador, ni tampoco de las simpatías que por diversas razones puedan tener con esos movimientos guerrilleros/terroristas algunos miembros del gobierno de Chávez o hasta el presidente venezolano mismo. No me sorprendería tampoco que sus afanes bolivarianos le hayan hecho pensar que es válido apoyar a movimientos armados en otras naciones, como si esta fuera la América Latina de los sesentas y del Che Guevara.
Pero hay algo que no huele del todo bien en la denuncia del gobierno de Uribe a menos de un mes de que termine su presidencia. Independientemente de la veracidad o no de las muy graves acusaciones, me llama la atención que un Presidente saliente quiera colocar a su sucesor ante hechos consumados en la de por sí tensa y compleja relación con su vecino incómodo. Los presidentes lo son hasta el último día de su mandato, es cierto, pero la responsabilidad y la decencia dictan que toda acción que pueda tener repercusiones de largo o mediano plazos sea seriamente considerada, consultada incluso, y no parece ser el caso aquí.
Ojalá las reacciones y sobrerreacciones de los presidentes antagónicos no lleven a un escenario que nadie salvo ellos puede ni debe desear’