¡Medio siglo basta!

No hay una sola generación viva de colombianos que no haya vivido directa o indirectamente la violencia política. Es más: no hay un solo colombiano vivo, nacido antes o después de 1948, que no sepa hacer el organigrama que enlaza los diversos períodos de esa violencia y no haya visto cómo crecía y envejecía sin verle salida al conflicto armado que ahora cumple medio siglo. Medio siglo si se esconden las raíces del anterior, donde estaba el germen del siguiente.

Pertenezco a una generación que está recorriendo el último cuarto de hora que le fue posible en este mundo. Fuimos niños y adolescentes escuchando la sórdida música de la guerra bipartidista. Cuando dejaron de sonar los disparos entre bandoleros y pájaros, entre chusmeros y chulavitas, quienes entrábamos a la universidad empezamos a oír la continuación de un concierto que no se había interrumpido con la “pacificación”. Las guerrillas liberales dieron paso a las guerrillas comunistas.

Lo sabemos. Se ha repetido. Hace falta repetirlo. Una generación de jóvenes creyó que los cambios sociales eran posibles si se convertía la impaciencia en fuerza militante, si se aceptaba que la violencia seguía siendo la partera de la historia y que nada podía cambiar dentro de una democracia formal y endogámica, donde los mismos se casaban con los mismos, pero si las cosas cambiaban era para que siguieran iguales, según la sabiduría del conde de Lampedusa.

Numerosos hijos de esa generación creímos –a partir de la leyenda épica de Cuba– en la lucha armada. Muchos jóvenes se quemaron en la hoguera de sus sueños de justicia. Muy pronto se reveló que la violencia no era partera de la historia, sino la partera de más violencia y que envenenaba por igual a quienes pretendían cambiar la sociedad y a quienes la sostenían a punta de privilegios e injusticias.

En 50 años de tozudez subversiva y soberbia de los poderes establecidos no solo no se cambió la sociedad; se pervirtieron los métodos defensivos del Estado. Los subversivos sufrieron cambios traumáticos, y el más deleznable de todos fue la criminalización de sus métodos. Las fuerzas sociales, los poderes de la sociedad que no querían dejarse cambiar, envilecieron sus sistemas de defensa. Y pusieron a las fuerzas del Estado a hacer el trabajo sucio de la contrarrevolución con narcotraficantes y paramilitares.

Tres o cuatro ciclos de violencia se han sucedido en medio siglo.

Ese es el inventario que venimos haciendo, en memorias y testimonios, para aclimatar un final del conflicto que no había llegado antes al punto esperanzador en que se encuentra hoy.

Esta reseña no tiene, pues, nada de original. Pero hay que repetirla.En este conflicto fracasaron las guerrillas, fracasó el Estado y fracasaron quienes creyeron que, financiando la contrarrevolución, se conseguiría salir de la guerra. No puede quedar fuera de la justicia ningún actor responsable, por acción u omisión, de crímenes y actos de barbarie. La justicia que se adopte debe contener “la garantía de no repetición y de reconciliación”, como recordaba en una columna de este diario Natalia Springer.

El Tiempo, Colombia, GDA

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