Ortega y Gasset, en un corto artículo publicado el 27 de noviembre de 1923, sostenía que la raíz y la causa de las características de un régimen político están “en los gobernados, no en los gobernantes”: el cinismo, la mentira, la incompetencia, la ilegalidad, la corrupción y el caciquismo forman parte de nuestra sociedad. Es pernicioso entonces pretender pensar que el ciudadano común -el no político- es virtuoso, y que los males sociales proceden de un reducido grupo claramente identificado: el de los políticos. Los políticos no son más que un trasunto de la gran masa nacional. Nacen, se forman y surgen en el pueblo. El pueblo los elige. “El pueblo los ha hecho, los ha seleccionado, los ha dirigido, los ha moldeado”.
Al final de ‘Anatomía de un instante’, su libro sobre Adolfo Suárez y el golpe de estado del 23 de febrero de 1981, Javier Cercas recuerda con emoción una conversación con su padre. “Una tarde le pregunté por qué él y mi madre habían confiado en Suárez… Me miró con los ojos desencajados y movió sus manos esqueléticas con nerviosismo, casi con furia… Porque era como nosotros, dijo con la voz que le quedaba”. “Le votaban en parte -reflexiona en otro momento- porque era como a ellos les hubiera gustado ser, pero sobre todo le votaban porque, menos por sus virtudes que por sus defectos, era igual que ellos. Así era más o menos la España de los años setenta: un país poblado de hombres vulgares, incultos, trapaceros…”
He relacionado estas dos opiniones. La sociedad ecuatoriana, he expresado con frecuencia en otras oportunidades, es transgresora y permisiva: carece de una auténtica cultura jurídica, de una honda y real vocación democrática y de una visión ética de las actividades públicas y privadas. La impunidad por el irrespeto a la ley, a las instituciones y a los derechos individuales, es tolerada y aceptada. La indiferencia ante la corrupción, que muchas veces se justifica vergonzantemente con el pretexto de una supuesta eficacia en la realización de obras materiales, es mayoritaria. Hemos perdido la capacidad de indignarnos y la rebeldía para actuar contra la violación legal, el latrocinio y los abusos.
¿El correísmo -el proyecto político autoritario, hegemónico y personalista que padecemos- no es un trasunto de nuestros mayores y más deleznables defectos? ¿No aceptamos con indiferencia o con aplausos el doble discurso, la demagogia y la mentira? ¿No somos los ciudadanos, por falta de reflexión y sentido crítico, por utilitarismo o desidia, por ausencia de dignidad y de ideales, por cobardía y, en última instancia, por adhesión e identificación, responsables y cómplices de la impunidad del poder, de sus atropellos, de sus afanes represivos, de su manipulación de los acontecimientos, de sus ofensas y sus burlas, de sus groserías y su grotesca vulgaridad, de su dispendio irresponsable de los recursos públicos y de su corrupción?