El 26 de abril de 1986, a la 01:23:58, varias explosiones en cadena destruyeron el reactor de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil, en Ucrania, ex-URSS. Con esta escueta noticia la Historia reseña el más grave desastre tecnológico del siglo XX.
Han transcurrido casi 30 años de aquella catástrofe y el mundo, al parecer, ha olvidado la trágica lección que dejó aquel acontecimiento. Sin embargo, no todo parece postergado. Hay, por ventaja, un coro de voces que clama y nos alerta de lo que ocurrió aquel infausto día en ese pueblo de la URSS. Se trata del libro ‘Voces de Chernóbil, crónica del futuro’, escrito por Svetlana Alexiévich (Premio Nobel 2015).El libro recoge los dramáticos testimonios de muchas víctimas que lograron sobrevivir a la explosión y de los nocivos efectos que debieron sobrellevar por el resto de sus días. Las voces que claman desde este libro mantendrán despierta la memoria de las generaciones venideras, pues Chernóbil es una incógnita que aún falta por entender, una señal en el camino que nos anuncia un peligro, el más aciago de todos los peligros. Chernóbil se ha convertido así en ese ominoso espejo en el que rehúye mirarse el hombre contemporáneo.
Quienes saben de desastres nucleares calculan que los campos de Chernóbil -otrora feraces y prósperos, aptos para el trabajo y la dicha del ser humano-, se convirtieron, luego de la explosión, en territorio contaminado, tierra envenenada, no apta para que en ella crezca la vida en ninguna de sus formas. Solo después de que hayan transcurrido 24 000 años, esto es, cuando se hayan desintegrado el cesio y el estroncio radiactivos que, por milenios, persistirán en sus piedras, árboles y cosas, ese mundo fantasmal y macilento que hoy es Chernóbil, ese paisaje hundido en el invierno nuclear volverá a ser lo que fue antes de 1986.
¡24 000 años! Pensemos en lo que esto significa: un tiempo equivalente a toda la aventura del homo sapiens, desde la era paleolítica hasta hoy. Otros Chernóbil y todos habremos regresado a la época de las cavernas.
Las guerras pasan y, al final, nos sobreponemos de ellas; viene la paz y perdonamos a los culpables, nos olvidamos de ellos. Transcurre el tiempo, retorna la vida, nos curamos del horror y hasta nos arrepentimos de nuestra estupidez y orgullo. El nazismo, el temblor de Auschwitz, el gulag estalinista, la pavura de Hiroshima, el terrorismo del fanático son, entre otras, nuevas formas del mal inventadas por el hombre contemporáneo.
Siempre la guerra. Pero Chernóbil no es la guerra, no es el Estado totalitario, es otra cosa. Es la acción humana que, a sabiendas, despierta el mal en los recónditos dominios del átomo, es el conocimiento que permite al hombre desatar los poderes destructivos que se ocultan en la materia. Luego de ello, nada: la tierra baldía sin el hombre. La radiación, esa muerte invisible, inaudible e intangible se ha apoderado de la tierra de Chernóbil. Y, a diferencia del ser humano, la tierra jamás perdona.
jvaldano@elcomercio.org