“Je suis Charlie”, es el contenido de miles de carteles que han portado manifestantes en todas partes del mundo, desde el ataque de terroristas yihadistas que mató a 12 personas en las oficinas de la revista satírica Charlie Hebdo.
Una de las diferencias esenciales entre los autoritarios y nosotros, los liberales, es la manera en que unos y otros pensamos que ocurren los cambios en las creencias, las actitudes y los comportamientos de las personas, y las consecuentes maneras más apropiadas de tratar de influir en dichos cambios.
Los autoritarios, como los defensores del dogmatismo más rígido e intolerante que cometieron esa horrenda matanza en París, piensan que el camino a cambiar lo que piensa y siente una persona es imponerle miedo. Por eso les llamamos “terroristas”: porque su instrumento fundamental es el terror. Los liberales pensamos, al contrario, que el camino a eventuales cambios en lo que piensa y siente una persona es invitarle a la reflexión.
Los autoritarios piensan que es legítimo aterrorizar a una persona para que de dientes para afuera se declare “creyente” de los dogmas que se le imponen, o en niveles más profundos de su ser, en verdad se someta a ellos y llegue a creerlos. Los liberales, al contrario, consideramos que es legítimo invitar a una persona a que considere la posibilidad de cambiar de parecer, pero que debe primar el respeto por su derecho a elegir por sobre cualquier deseo de “convertirle” a una nueva forma de pensar.
Los autoritarios se creen y se sienten superiores. Afirman que sus creencias -religiosas, políticas, económicas, biológicas en el caso de autoritarios racistas- son verdades absolutas que no admiten la posibilidad de otra verdad. Los liberales, al contrario, aceptamos como elemento esencial de la realidad humana el que unos de nosotros podamos creer una cosa y otros de nosotros podamos creer otra, y que son relativamente pocas las verdades “absolutas”, demostrables más allá de duda razonable.
A partir de su pretendida superioridad, los autoritarios se creen con derecho a imponer, y a marginar y menospreciar a quienes no compartimos sus “verdades”. Ahí se introducen grados entre autoritarios: los hay más blandos, que aunque nos marginan, menosprecian y maltratan, no nos matan; y los hay más duros, que mutilan y matan, para aterrorizar a los que dejan vivir; la diferencia es importante, pero no borra el hecho que unos y otros son autoritarios al fin. Los liberales, al contrario, rechazamos cualquier pretensión a un supuesto derecho a imponer nuestras ideas.
Yo también soy Charlie. Hago mío el dolor por la muerte de esos 12 defensores de la libertad. No por lo que hayan dicho o hecho, con mucho de lo cual estoy en desacuerdo. Pero no obstante ese desacuerdo, porque tenían absoluto derecho a decirlo y a hacerlo.
Jorje H. Zalles / jzalles@elcomercio.org