Como todo hecho político, el correísmo nos entró por los ojos y los oídos. Y más que por los primeros, dada la tremenda elocuencia y potencia verbal de su líder, el fenómeno de la revolución ciudadana fue desde su inicio más auditivo que visual.
Correa sentó en el país un estilo de comunicación política en el cual las palabras, sus frases, su manera de interpretar cada situación, coparon el imaginario de los ecuatorianos por casi una década. Y aquello, sin que Correa, en realidad, sea bueno para los discursos. En la tarima, un Velasco Ibarra, un Abdalá Bucaram lo arrasan.
Su fuerza, más bien, ha estado en la conversación; en su capacidad de tomar un micrófono y sentarse por horas a explicar lo que piensa de cada cosa. Por ello, el símbolo del correísmo son las sabatinas. Por ellas se recordará a su líder por mucho tiempo. Allí Correa instaló una forma de entenderse con la gente desde donde cosechaba semanalmente apoyo y fidelidad de una manera verdaderamente asombrosa.
Pero como nada es eterno, como todo se corrompe y se desgasta, las sabatinas y las palabras presidenciales han entrado también en crisis. No solo son el precio del petróleo, el déficit fiscal o el empleo, la seguridad social y la propia Alianza País los que acusan serias dificultades, sino las palabras de Correa y su modo de comunicar que han entrado en un deterioro incontenible. Y ello, por la sencilla razón de que los ecuatorianos nos cansamos de oírle. Lo que hasta hace poco era interés, diversión, curiosidad, incluso, masoquismo, de saber qué dice, a quién insulta, cómo explica tal o cual situación, se ha transformado en un fastidio que se acumula día a día.
Lo que antes funcionó como un mecanismo constante y divertido de legitimación, en el cual la palabra presidencial era capaz de revertir cualquier situación, hoy es un escenario en el que los ecuatorianos sabemos que se nos miente, se nos engaña y se nos toma el pelo desde el poder.
El problema es que no hay manera de que el líder se reinvente. Puede ensayar otras cosas, hacer de guía turístico en un programa de televisión o dar más vueltas en bicicleta por el país, puede hacer lo que quiera, pero la eficacia mediática de cada evento le durará cada vez menos.
El Presidente perdió credibilidad y este es un hecho incontestable. Lo dicen todas las encuestas serias. Y cuando eso le sucede a un gobernante y, lo peor de todo, tarda en reconocerlo, se ve enfrentado a un abismo sin fondo.
Me da pena y temor por el líder y su futuro. No es broma; no debe ser fácil. ¿Qué será de él cuando las sabatinas se le hayan terminado? ¿Cómo se lo tomará cuando llegue el momento en que ya no tenga un micrófono por horas, y a un país entero esperando escucharle? ¿Qué le sucederá cuando se entere que cada vez menos personas le creen, que nos molesta hasta su tono de su voz?
Lo que en un momento fue maravilla, se ha transformado en fastidio y hastío.