Si hemos de dar crédito a los anuncios que han circulado en los últimos días, la Asamblea Nacional tratará el proyecto de Ley de Cultura que ha sido propuesto por el actual titular del Ministerio del ramo. Ya hace unas semanas dediqué a este tema un artículo, pero lo hice con las reservas necesarias que obedecían a una información incompleta y aún no confirmada. Hoy se trata de la certeza: el mentado proyecto de ley, aparte de muchos otros temas que merecen una seria discusión (como las funciones de “regulación y control de la cultura” que el proyecto otorga al Ministerio), habla de “24 casas de la cultura”, lo cual implica la voluntad de suprimir en forma subrepticia una institución que ha sido fundamental para vertebrar el Estado Nacional nacido de la revolución alfarista y configurado a lo largo de dolorosos procesos a lo largo de la primera mitad del siglo XX, hasta culminar con la revolución del 28 de mayo de 1944.
No es la primera vez que la Casa ha visto tan de cerca el riesgo de su desaparición, y esa dura experiencia (de la que siempre ha salido victoriosa, gracias a la legitimidad de que goza en todo el país) está ligada a la animadversión que le han tenido los gobiernos de la derecha más recalcitrante, incluyendo entre ellos las dictaduras. Resulta difícil, por lo tanto, entender que hoy aparezca ese fantasma de la disolución cuando las alturas del poder político se encuentran copadas, en todos los niveles del Estado, por un movimiento político que se autocalifica “de izquierda” y proclama una “revolución”.
Se me dirá, por cierto, que el proyecto de ley consagra la “autonomía” de las “24 casas” (entre las cuales se incluye a la matriz); pero si al mismo tiempo se suprimen las direcciones provinciales del Ministerio (que nunca funcionaron bien), y se dispone que las “24 casas” serán “coordinadas” por el Ministerio, se entiende claramente que, bajo el membrete de un nombre emblemático, se quiere crear una nueva versión de las oficinas provinciales del Ministerio.
Pero lo que sorprende más es que en forma reiterada, las principales autoridades del Gobierno le han asegurado al Presidente de la Casa su convicción de que al Estado no le compete dirigir la cultura y que debe respetarse la autonomía institucional. ¿Cómo entenderlo? Yo, al menos, no lo entiendo. Recayendo en un lugar común, ese afán de “limpiar” una institución a la que se atribuye una pérdida de sentido, equivale a tirar el agua sucia de la bañera, pero con el niño adentro. Es verdad que en los últimos decenios la Casa ha sufrido un lento proceso de deterioro, pero también es verdad que en los años de la actual administración ha realizado importantes esfuerzos para recuperar su función, de cara a una sociedad cuya cultura es la expresión de la identidad que ha asumido históricamente.
No quiero creer que las leyes se dicten por capricho ni por animadversiones viscerales: quiero creer que nacen del razonamiento sobre la experiencia inmediata.