La anécdota me la relató una médico cubana, especialista en implantes cocleares para curar a niños sordos.
Años atrás, al volver de las vacaciones, la esperaba el moralizante comité del Partido Comunista del hospital donde trabajaba porque era culpable de una conducta impropia del socialismo: ser la mejor cirujana en su especialidad. ¿Existían pruebas? Sí: sus pacientes no quisieron ser tratados por otros médicos durante su ausencia.
Le explicaron que la revolución preconizaba el trabajo en equipo y era refractaria al éxito individual, egoísmo más afín al despreciable capitalismo.
La doctora replicó que solo quería ser buena médico, pero secretamente decidió escaparse de donde castigaban la excelencia en nombre del igualitarismo revolucionario. Ahora ejerce exitosamente en Miami.
Relato esta historia porque hoy, mientras los gobiernos, partidos políticos y numerosos pensadores, colectivistas y no colectivistas, preocupados por reducir la desigualdad, satanizan el lucro y esgrimen como bandera el Índice Gini, para azotar a quienes se enriquecen, los individuos, por la otra punta del análisis, luchan por descollar y acentuar las diferencias sociales.
Tienen razón los individuos. Intentar sobresalir, luchar por ser mejores que los demás, incluso más ricos, forma parte del ser humano y es conveniente. Reprimir ese impulso, condenarlo moralmente e intentar igualar a los individuos es el camino más corto al fracaso general.
En el comportamiento de las personas normales eso es sano, lo que nos impulsa a trabajar y a vivir diariamente. De ese estímulo, rabiosamente individualista, depende la autoestima.
Quienes están satisfechos consigo mismo poseen más posibilidades de ser felices y crear riqueza para ellos y para beneficio del entorno donde viven. Por el contrario, la sensación de mediocridad o relativa inferioridad, suele abatir a quienes la sufren.
Se equivocan los gobiernos, partidos políticos e instituciones religiosas al demonizar y penalizar la desigualdad. ¿Qué hacemos, intuitivamente, con quienes se destacan? Los admiramos. Los declaramos héroes e, incluso, podemos enriquecerlos con nuestras preferencias. Puede ser un guerrero valiente, un artista excepcional, un deportista triunfador, un filántropo, como la Madre Teresa, o un exitoso empresario, como Steve Jobs.
El héroe es alguien extremadamente desigual que realizó una hazaña que lo convirtió en modelo de comportamiento. A nadie debiera molestarle que el héroe alcance más riqueza que la media.
La palabra logro viene de lucro. La riqueza, ganada limpiamente, es una forma de merecido reconocimiento. El lucro no es un pecado, ni el logro debe ser un delito o un comportamiento censurable. Quien se destaca y triunfa merece nuestra admiración, nunca nuestro desprecio.