El éxito comercial no se consigue enamorando a los clientes, con productos o servicios de calidad. El éxito en los negocios se consigue seduciendo a quienes tengan el poder para firmar los contratos más jugosos.
Los consumidores son muchos y muy variados; con gustos y preferencias cambiantes; con necesidades y expectativas demasiado altas. ¿Para qué esforzarse entendiendo a tanta gente si quienes ejercen un cargo público son más fáciles de comprender y satisfacer?
Desde siempre, los altos cargos públicos en América Latina han sido vistos como una oportunidad –tal vez la única– de ascenso económico y social. Nosotros entendimos esto y actuamos en consecuencia.
Por fortuna, en la región las fronteras entre el Estado y el Gobierno; entre lo político y lo administrativo son borrosas.
Y en países como Ecuador esas fronteras ni siquiera existen porque la Constitución entregó todo el poder a una sola persona, al Presidente.
Entregar todo el sector público a un solo individuo equivalió a privatizar al Estado. Este resultado fue maravilloso para nuestra estrategia de negocios porque sólo fue necesario engordar la billetera de unos pocos para llevarnos grandes contratos y hacer pingües ganancias.
La privatización del Estado ecuatoriano nos eximió de participar en concursos abiertos donde hubiéramos tenido que competir en igualdad de condiciones con corporaciones altamente profesionalizadas.
Por ventura, en Ecuador, y en tantos países de la región, las cosas no son tan complicadas.
En vez de observar estándares de calidad o de sacrificar nuestros márgenes ofreciendo precios competitivos, armamos una red de pagos para los altos cargos públicos.
Nos gusta hacer negocios con los políticos que desdeñan la ley y los debidos procesos porque eso mantiene a la competencia fuera de nuestro mercado. A cambio, nosotros estamos dispuestos a pagar por sus servicios.
No se preocupen. Eso no significa que nuestras utilidades vayan a caer.
Como esos pagos son parte de los costos del proyecto el Estado tendrá que cubrirlos con los impuestos de las personas o con los ingresos del petróleo.
En vez de sobornos, nuestros pagos han sido bautizados como “comisiones”, “honorarios” o “cortesías”. Es la ventaja del lenguaje tecnocrático que les gusta utilizar a nuestros socios estratégicos del sector público.
Lo bueno es que en Ecuador –y en América Latina– la gente no cree que nuestra manera de hacer dinero les afecte en lo más mínimo. Lo “público” es, para ellos, una noción etérea; una molestia con la que hay que vivir.
Lo que no nos gusta son los cambios de régimen político ni la prensa independiente. Con esa obsesión tonta por la transparencia pueden hacer que nuestro modelo de negocios colapse. Y eso ¿a quién le interesa?