En este artículo exploraremos el camino que debemos recorrer para lograr los altos niveles de madurez sicológica y moral que requerimos para prevenir la intolerancia. Ese camino pasa, a mi juicio, por profundos cambios en nuestros enfoques tradicionales a la crianza de hijos, a la educación escolarizada y al ejercicio de la autoridad en todos los ámbitos sociales incluido el político, el empresarial, el sindical, el educativo y demás.
La crianza de hijos que mejor contribuye a formar personas sicológica y moralmente maduras, y así prevenir la intolerancia, es aquella que induce en ellos la autorregulación de sus propias emociones y su propio comportamiento. Esa inducción no se logra con actitudes autoritarias e impositivas implícitas en la respuesta “Porque yo digo” al pedido de razones y explicaciones.
Se logra a través de mostrar y así modelar respeto hacia los hijos, de brindarles amor incondicional, de mantener amabilidad en la firmeza, de negociar con ellos sin caer en el extremo de que todo sea negociable, y de ayudarles, a base de la reflexión más que del castigo o del sermón humillante, a aprender de sus errores y sus malas decisiones.
La educación escolarizada que mejor contribuye a los mismos objetivos es aquella que induce en los estudiantes la voluntad y la capacidad para pensar por sí mismos, formar sus propios criterios, y confiar en ellos.
Esa inducción se logra cuando quienes dirigimos las actividades de un aula renunciamos al objetivo de “enseñar” y asumimos la más humilde y socrática tarea, descrita por Platón y citada por Werner Jaeger, de “despertar las dotes que dormitan en el alma”. Se logra mostrando y, nuevamente, así modelando, respeto por los criterios de los alumnos y por sus personas, sus sentimientos, sus sueños, dolores y angustias, buscando siempre que sean conscientes de sus potencialidades y que las lleven a pleno florecimiento.
El ejercicio de la autoridad que mejor contribuye a los objetivos de madurez y prevención de la intolerancia es aquel que entiende a la autoridad como una oportunidad para movilizar la voluntad y la capacidad de aquellos sobre quienes se la ejerce –hijos, estudiantes, subalternos, empleados, ciudadanos- para enfrentar sus propios problemas y desafíos y así cortar las relaciones malsanas de dependencia con las figuras de autoridad que tanto aquejan a nuestras sociedades latinoamericanas.
No es fácil, en sociedades tradicionales como las nuestras, el camino a la cada vez más amplia puesta en práctica de estos tres enfoques, que son totalmente coherentes entre sí.
Pero tampoco es un camino imposible.
Habemos quienes lo venimos recorriendo desde hace varias décadas, sin perder ni la esperanza ni el aliento.