Calderón de la Barca, en su genial obra ‘La vida es sueño’, nos entrega un monólogo de Segismundo en el que se trata de manera profunda el tema de la libertad. Viéndose cargado de cadenas y encerrado en una lóbrega caverna, el príncipe polaco se pregunta qué delito cometió, tan grave para significarle la pérdida de la libertad de que gozan los demás. La poesía es hermosa y dramática, y elocuente el reclamo de quien se ve, “con mayor alma que el ave…más albedrío que el pez…mejor instinto que el bruto…más vida que el arroyo”, privado de la libertad que a todos ellos entrega la naturaleza.
La inconformidad de Segismundo le llevará a levantarse en armas contra quien le ha negado el don más excelso y dignificante que es el de usar su propia razón y voluntad para decidir sobre su destino, asumiendo la responsabilidad por sus actos, lo que hace del ser humano un animal de distinta y superior estirpe que, entre varias opciones, escoge sus metas y la ruta para alcanzarlas.
La libertad es innata y propia de la condición humana. No es una concesión de nadie, ni siquiera de la organización social en la que el ser humano ha decidido vivir para armonizar su libertad con la de los demás. Por eso, las leyes que regulan la conducta en un conglomerado social deben ser producto de la razón y no resultado de concepciones ideológicas o intereses políticos pasajeros y menos la expresión de pasiones o complejos. El fin primario de las leyes no es castigar sino orientar la conducta libre.
La libertad no se vende, ni nada puede compensar su pérdida. Hay gobernantes que, al tomar medidas que limitan las libertades del pueblo, aducen la conveniencia de aumentar las posibilidades de gobernar sin obstáculos y con eficacia. Como argumento para defenderse, presentan puentes y carreteras de primer orden, aumentos vertiginosos del gasto público, obras materiales. Y hay también ciudadanos que se conforman o aceptan ver disminuidas sus libertades mediante una compensación en obras públicas. Algunos de estos, constreñidos por las limitaciones de la pobreza, no aciertan a comprender la gravedad e injusticia que se les impone al trocárseles su libertad por obras de cemento que quizás nunca emplearán. El buen gobierno está obligado a abrir los ojos de esos ciudadanos para que comprendan que nada es tan importante como ser libres. Pero gobiernos hay que, lejos de cumplir esa obligación y educar en la sabiduría, usan la ignorancia ajena para presentar sus abusos y excesos como el inevitable camino hacia la eficacia en la acción social. A unos y otros hay que recordarles el lamento de Segismundo que, convertido en huracán, puso fin a la opresión y a la injusticia reconociendo así la vinculación indisoluble entre el ejercicio de las libertades y la dignidad del ser humano.