Barril a barril, dólar a dólar, cuota a cuota, por fin parece que estamos llegando a un estado de cómodo letargo y acostumbramiento con el sistema. Nos hacemos a la idea, también, de mirar para el otro lado, de procurar no meternos en problemas, de pensar seriamente en ofrecer la otra mejilla si fuera necesario. Cuidamos cada palabra, medimos cada idea y tasamos cada expresión para evitar, de ser posible, las disculpas públicas, la degradación desde las alturas, la lapidación oficial, lo que los políticos (cuando quieren parecer serios y responsables, alguna vez) llaman “todo el peso de la ley”. Las noticias están llenas de palabras que buscan salvar los muebles en caso de problemas con la justicia: presunto, supuesto, alegado… Los noticieros, de noticias vacías y aburridas. Con cada elección, con cada campaña electoral perpetua y permanente, van ganando terreno, a grandes trancos y zarpazos, el silencio, el temor, las miradas gachas, los susurros y las opiniones timoratas y a media voz. Es como un proceso de encallecimiento, de hipoteca abierta del espíritu crítico. Se trata, muchos lo saben pero muy pocos lo pueden admitir en público, de un bien diseñado (y perfectamente ejecutado) método para conseguir la unilateralidad, para alcanzar lo indiscutible, para llegar, en suma, al nirvana de lo total y absoluto.
Hace rato hemos canjeado -sin necesidad de sorteo, de agotar stock o coleccionar de tapitas de alguna cola- lo que quedaba de conciencia democrática, los rudimentos de una República, por una infraestructura y por unas carreteras. Le hemos vendido el alma al petróleo. La degradación del concepto del ciudadano que debe ser protegido por el Estado, sin distinción de sus creencias políticas, es de larga data. La erosión del principio básico de que los ciudadanos somos libres de opinar, de tener ideas propias y de pedirle cuentas al poder es también evidente -pública y notoria- desde hace rato. Ya nadie parece alarmarse de que desde el poder se organice, con una obsesión digna de encomio (hay que admitir) una campaña de liquidación del sistema interamericano de derechos humanos, como para que no quede duda de la indefensión, como para que no quepa el menor titubeo respecto al ajuste y el debido engrasamiento de los últimos tornillos, del ajuste de las pocas tuercas sueltas que por ahí pudieran quedar. Ya nadie.
Sorprende también la indiferencia generalizada, la indiferencia de centro comercial, la indiferencia del consumo. Sorprende la ausencia absoluta del debate. Sorprende la imposibilidad de generar discusión más allá de los catecismos oficiales, más allá de las ideas empacadas al vacío desde lo estatal, más allá de las prédicas de manual. Son muy pocos -casi nadie, en verdad- los que se atreven siquiera a plantear alternativas. Son un puñado los que tienen la valentía de proponer cosas distintas, a cuenta y riesgo de ganarse una avalancha de agravios y de vejámenes.