Cáliz aparte

Estuve en España y todo el mundo se queja, con razón, de "la crisis". Cómo será de grave la cosa, que incluso los inmigrantes pobres empiezan a añorar con ojos nublados las economías de sus propios países. Muchos se están devolviendo o quieren hacerlo, y no son pocos los españoles que les ruegan, desesperados, que los lleven de contrabando en sus maletas. Las cifras son aterradoras y el futuro parece aún peor. Me dijo un trágico amigo andaluz: "Joé, si ete mal empesó dede la Cueva de Altamira...".

Y razón no le falta. Hoy solo vemos los árboles de la crisis en el contexto del desastre económico de la eurozona, pero en el caso de España el bosque es frondoso y no es de ayer, y sus raíces se remontan en el tiempo muchos siglos: quizás hasta la Cueva de Altamira, como dice mi amigo exagerando un poco, o hasta 1492 cuando los reyes católicos hicieron dos cosas, entre otras: descubrieron el Nuevo Mundo y con él sentaron las bases de un poderoso imperio colonial, y expulsaron de sus reinos a los moros y a los judíos.

La arrogancia fue el pecado capital del Imperio Español, fue el pecado y fue el castigo. Es cierto que en él no se ponía el sol, pero tampoco la sombra. Cada nuevo descubrimiento se apuntalaba con un crucifijo; el olor de cada nueva yerba se fundía con el del incienso.

Hay, como se sabe, dos visiones contrapuestas sobre la España de los siglos XVI y XVII: la leyenda negra y la leyenda rosa. La primera reconoce solo los rasgos recalcitrantes y medievales de esa sociedad compleja, la segunda solo sus rasgos renacentistas; podría decirse que ambas son ciertas, cada cual a su manera. Ahí está el problema, en el sentido más profundo de la palabra: en ese Imperio todas las cosas convivían en un delirio de carnaval, lo bueno y lo malo, la fe y la herejía, la razón y la mística. Las letras y las armas. Mientras, los hidalgos se paseaban por el mundo a ambos lados del mar con las medias remendadas, comiendo duelos y quebrantos. La mirada siempre altiva y el estómago vacío. Guerras de religión en todos los frentes, con soldados hambrientos y sin paga que malvivían de la gloria, siempre esquiva. La picaresca no es sino la exaltación de esa sociedad de letrados y burócratas y pillos y guerreros; la exaltación y el consuelo y la burla.

Llegaban a raudales el oro y la plata de América, claro, pero se iba todo en mantener los gastos de un imperio en ruinas que se debía a los banqueros alemanes, ay. Tanta riqueza fue como una maldición para la España de finales del XVI: inflación, desbordamiento de la deuda, desempleo. Una burbuja. Gente sobrecalificada que salía de la Universidad de Salamanca a pedir limosna. Era tal el drama que don Cristóbal Pérez de Herrera tuvo que inventarse un método para saber quiénes eran pobres de verdad y quiénes no.

Lo decía Antonio Machado: "El vano ayer engendrará un mañana...". La España de la rabia y de la idea.

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