La caducidad de la vergüenza

“...El hecho más grave es que hoy nadie se avergüenza de nada, y no hay que olvidar que el sentido de vergüenza ha sido siempre la señal de la existencia del sentimiento moral”, dice Norberto Bobbio en su libro “Diálogo en torno a la República”. Efectivamente, nadie se avergüenza de nada. Todo tiene justificación, todo tiene explicación, todo tiene “arreglo”. Y, en lugar de sonrojarse, los autores y cómplices de los desafueros, los imaginativos mentores de los disparates, se pavonean orgullosos de sus habilidades y sus vivezas.

Tiempos complicados estos, amigo lector, en que el sentimiento moral y los valores se entierran bajo toneladas de palabrería; en que vemos prosperar la capacidad de adaptación, el “mimetismo ético” a fin de parecer y no ser, la habilidad para serpentear y no enfrentar, para callar cuando hay que hablar, para esconderse bajo los manteles o encerrarse en una sala eludiendo responsabilidades, para discurrir sin decir nada, para confundir los testimonios de la realidad con “simples percepciones”, para ignorar los clamores de la gente, para silenciar las razones con la propaganda. Para hablar sin fundamento. Para negar.

La vergüenza, el sonrojo, caducaron. Ya nada sorprende. La capacidad de asombro se va perdiendo por la recurrencia del escándalo, o porque las personas se hicieron sordas y ciegas; porque muchos se hacen cómplices; porque impera la “sapada”; porque el vivo suplantó al ciudadano; porque el cálculo derogó a las convicciones. Todo es posible: que la noche sea día, que la mentira sea verdad, que la justicia sea farsa, inmensa farsa; que la República sea baile de disfraces, que la democracia sea palabra vacua, y que en lugar de ilusiones e ideas, lo que impere sea la infinita y abrumadora burocracia, la maquinaria del absurdo, el túnel de la desesperanza.

Y con la vergüenza y el sonrojo se murieron otras cosas: los sentidos del honor y del deber, el valor de la palabra y la sensatez. Y quizá también el sentido y el valor de la libertad y la responsabilidad. ¿Será así la nueva sociedad que se construye? ¿Será esto lo que se propone y lo que se impone? ¿O será una enfermedad espiritual que nos aqueja, que transforma la rebeldía en aplauso, la convicción en interés y en acomodo cortesano? Cuánto acomodo y cuánto silencio. Cuánta máscara. Cuánto antifaz.

Y a todo esto se agrega el silencio. Ahora ya no se habla duro y fuerte como corresponde a la dignidad humana. A lo mucho, se susurra, como corresponde al cálculo, al miedo, a la renuncia de la crítica. Como corresponde a la vigencia del estilo de los cortesanos que se empalagan con la tentación de los poderes. Ahora triunfa una estremecedora “ideología del silencio” que impera en eso que alguna vez se llamó sociedad civil, y que hoy es masa informe, penosa multitud domesticada de consumidores de cosas, novelería y propaganda.

Suplementos digitales