Los quiteños vivimos en una ciudad estragada por el tráfico y la delincuencia; en una urbe marcada por el talante huraño de Carondelet; en una capital cada vez más estrecha, signada por el gentío y los tumultos. En suma, vivimos en una sociedad que vive al límite de lunes a domingo… hasta que el precio del petróleo lo permita.
Ahora, esta ciudad se ha vuelto grande, sinuosa y marrullera y, por eso, ya no puede mostrar esa faceta apacible que antes le había merecido el sobrenombre inocente y parroquiano de ‘Carita de Dios’.
Pero volverse profunda y oscura también tiene una ventaja: durante los últimos años, Quito se ha vuelto capaz de albergar iniciativas culturales más complejas y ambiciosas. Esta semana, por ejemplo, la Fundación Teatro Nacional Sucre –dirigida por Chía Patiño, música talentosa y gestora cultural incombustible– puso en escena un nuevo encuentro internacional de cantautores.
En total participaron 16 músicos de 8 países (incluido el Ecuador). Durante siete días, cada uno de ellos entregó a un público cálido y entendido una muestra de sus creaciones. Estuvieron, por ejemplo, David Broza y Javier Ruibal –israelí, el primero; español, el segundo– dos guitarristas con propuestas musicales muy trabajadas y con grandes dotes interpretativos que emocionaron al público con la hondura poética de sus canciones. (Para mi sorpresa, varias personas en el auditorio conocían los temas de estos cantautores, a pesar de no ser músicos de fama global).
Los intérpretes ecuatorianos también pudieron mostrar su trabajo aunque el nivel de algunos de ellos fue notoriamente menor del que exhibieron sus colegas extranjeros. (No voy a decir nombres para que esta columna no termine yéndose al demonio).
El momento más destacado del festival fue –sin género de dudas– la presentación de Concha Buika, la cantante española de origen africano que abrió este encuentro con un concierto que será difícil de olvidar.
Desde que salió al escenario hubo mucha química entre el público y ella. Cualquier comentario, cualquier gesto suyo fue celebrado con aplausos clamorosos de los asistentes. El público hizo un silencio reverencial para escucharla. Ni una mosca voló cuando la voz cavernosa de Buika –a lo Chavela Vargas, a quien la cantante identificó como su ‘madre’– fue hilvanando las letras de sus temas.
Con una economía admirable de recursos –un piano y un cajón– Concha Buika mostró que entiende y, por tanto, interpreta a cabalidad la música de autor. Sin golpes de efecto, ni trucos escenográficos, con un vestido púrpura y sin zapatos, esta señora electrizó a los asistentes y creo que ellos la electrificaron a ella también. Fue una noche estupenda en que los quiteños encontraron a un alma gemela.