Hay algo podrido en una sociedad que reacciona con violencia sistemática contra sus niños. A las denuncias de abusos sexuales y violaciones originadas en establecimientos estudiantiles, en su propio entorno familiar o en actividades religiosas o recreativas, se han sumado las desgraciadas muertes de varios menores como consecuencia del acoso escolar o la intimidación de compañeros de clase.
El caso de Britany, espeluznante y doloroso, refleja lo deformada y desquiciada que es esta sociedad. Y, sí, muchos levantarán sus voces diciendo que antes también existía abuso y acoso, y los padres no se enteraban porque lo resolvíamos nosotros solos, porque éramos más “duros” o menos “sensibles” que los niños de hoy. Pues, quizás por esa misma razón, por haber sido como fuimos las generaciones anteriores, hoy estamos podridos. Quizás somos nosotros los grandes responsables de haber callado siempre, de no haber denunciado nunca, de haber soportado el maltrato, la intimidación o, peor aún, el abuso sexual.
En lugar de justificarnos con evocaciones estúpidas del pasado o falsas fortalezas, asumamos nuestro grado de responsabilidad en cada una de las desgracias que enlutan a las familias actuales, o que las destruyen para siempre cuando han tenido la “fortuna” de que sus niños no acaben en una tumba.
Nadie tiene que soportar agresiones, insultos, atropellos o abusos de ninguna otra persona ni dentro de casa ni fuera de ella. Nadie debería ir con miedo a la escuela, ni salir a la calle con el temor de ser golpeado, tocado, manoseado o violado. Ninguna entidad, por importante o trascendente que se crea, puede encubrir, ocultar o ser cómplice de estos delitos a pretexto de supuestas autonomías, marañas burocráticas o pretendidas jerarquías de origen divino.
Nadie, usando y abusando de su cargo o autoridad, o del temor reverencial que impone sobre los más pequeños, puede ponerles un dedo encima, ni maltratarlos, ni abusar de su fragilidad e inocencia. Todos los involucrados en estos casos, sin excepción alguna, deben ser juzgados y sancionados por la justicia.
Cada miembro de la sociedad es responsable de prevenir, detener, evitar que suceda, o, cuando ha sucedido, colaborar para que los transgresores sean procesados bajo el amparo legal. Todos somos culpables si es que vemos, sabemos, conocemos o incluso sospechamos que algo pudo o podría ocurrir, y no hacemos nada, o nos quedamos callados, o diluimos las investigaciones en procesos paralelos administrativos o eclesiásticos en los que solo se originan nuevos actos criminales.
Todos somos culpables de la muerte de Britany, de los cientos de niños violados por sus profesores en las escuelas, de los que fueron abusados por sacerdotes o ministros de otros cultos, de las víctimas al interior del núcleo familiar. Todos somos los ojos, los oídos y las voces de una sociedad que debe velar porque sus niños sean felices y crezcan en un ambiente sano que los aleje y los proteja de nuestro lado más oscuro.