Comencemos por el principio: el secretismo es el origen del abuso y la corrupción en las instituciones. Los serios problemas de legitimidad que sufren, por ejemplo, la Monarquía española y la Iglesia Católica se deben precisamente a que las acciones de sus protagonistas nunca fueron debidamente escrutadas por el ojo público.
Jeremy Bentham vislumbró tempranamente este problema y abogó -en un ensayo titulado ‘Of Publicity’- por una transparencia completa de la gestión de las instituciones. Bentham inventó lo que ahora se conoce como ‘rendición de cuentas’, es decir el proceso mediante el cual un funcionario, público o privado, explica a su comunidad los resultados de su trabajo.
Muchas sociedades comenzaron a beneficiarse rápidamente de la aplicación de este principio, algo que no es difícil de imaginar pues la ‘rendición de cuentas’ es un mecanismo que promueve la formación de meritocracias en donde los mejores son sistemáticamente premiados con responsabilidades cada vez mayores.
Pero esa admiración entendible por la transparencia también provocó excesos: algunos comenzaron a abogar por que la correspondencia personal pudiera ser abierta, siempre y cuando sus propietarios fueran informados de aquello. Este hecho puso en evidencia uno de los conflictos más notorios de la era moderna: el de las fronteras cada vez más borrosas de lo público y lo privado. (Jonathan Franzen hizo una singular reflexión sobre este problema en su ensayo titulado ‘How to be Alone’).
Con la expansión de las comunicaciones y, sobre todo, con el aparecimiento de las redes sociales, los individuos han tenido la oportunidad o talvez se han visto obligados a publicitar -es decir a hacer públicas- sus vidas privadas. Esta creciente exposición de la intimidad ha expandido demasiado las fronteras de lo público, en detrimento de lo privado.
El caso de las escuchas masivas revelado por Snowden es un claro caso de este fenómeno pues, a pretexto de defender su seguridad, los EE.UU. han llevado a cabo una operación masiva de intercepción de comunicaciones privadas, muchas de ellas, supongo yo, muy confidenciales y de interés exclusivo para sus destinatarios.
Los antiguos griegos decían que todo se vale en la guerra y en el amor, incluido el espionaje y el engaño. El problema es que con la masificación de las conexiones, esas prácticas afectan cada vez a más personas completamente inocentes.
No por nada G. K. Chesterton escribió ‘El hombre que fue jueves’, una novela que cuenta la historia de una célula anarquista que es completamente infiltrada por espías, donde ninguno de sus miembros es terrorista. Seguramente muchos ejercicios de espionaje serán tan infructuosos como el que Chesterton imaginó.