El buen propósito de ejecutar acciones, planes y programas para desincentivar el uso del automóvil en Quito tranquilamente puede cumplir sus tres décadas (es decir, es una idea que hace rato maduró). Pero, hasta el momento, no hay resultados importantes, de peso. Lo que se ha hecho no pasa de las buenas intenciones, buenos discursos, y anuncios que se diluyen.
Son pocos los avances; pero estos me recuerdan a las clases de inglés que se recibían (y reciben) en el sistema educativo público y particular. ¿A qué me refiero? A lo largo de 16 años (a saber: seis de escuela, seis de colegio y cuatro de universidad) “aprendemos” inglés, con la desalentadora noticia de que cuando concluimos este ciclo ni siquiera “gud mornin” podemos pronunciar bien. No hay proceso, no hay continuidad, no hay una meta en común… Entonces, toca a los padres de familia aprovechar las vacaciones, las tardes o los fines de semana para inscribir a la prole en cursos. No sé si la relación es la más correcta, pero el sabor amargo es el mismo.
Igual pasa con las administraciones municipales que han ocupado la sede de la Plaza Grande. Y los colectivos también tienen su parte. Pueden decir o argumentar lo que quieran, pero el resultado sigue siendo como en las clases de inglés: pobre.
Todos los 22 de septiembre, días más, días menos, la bicicleta tiene protagonismo, al igual que las ciclorrutas. Es bueno por un momento, pero no se ven. No hay creatividad en las soluciones, en las propuestas. Una realidad como la quiteña así lo exige. Si no es el pretexto de la geografía, es el de la mala calidad del servicio de transporte o la falta de motivación para que el uso de la bicicleta sea, cada vez, más masivo. Tampoco está en la agenda establecer medidas disuasivas para usar el automóvil. A esto se añade, la actitud distante, quemeimportista de la mayoría de los quiteños, con un aire de “eso no va conmigo”, pero nos quejamos de los trancones.
Lo que se ha hecho no ha sido parte de un proceso ni tampoco se enmarca en metas a corto, mediano y largo plazos.