Era una mujer de temple, creyente y constante. Vivió con intensidad su fe y sus convicciones, sus angustias y esperanzas, su compromiso religioso y su testaruda voluntad de cumplir la misión evangélica. Murió traspasada en plena selva ecuatoriana, en manos de quienes consideraba sus hermanos predilectos.
Se llamaba Inés Arango y aunque muy pocos la identifican por su nombre, muchos la reconocerán si saben que fue la monja que murió entre los huaorani junto con monseñor Alejandro Labaka en 1987.
Nació en Medellín en 1937. Fue la undécima hija de una familia creyente, que la introdujo en la fe desde sus primeros años. Fue una niña traviesa y de ojos vivarachos. Se transformó en una adolescente “brincona, avispada, frentera y siempre juguetona y feliz”. Pero se empeñó en ingresar en la congregación de hermanas terciarias capuchinas. Y lo logró.
Hizo profesión religiosa en 1956 y fue destinada a la docencia en varios lugares de Colombia. Fue buena maestra, sin embargo, “su corazón estaba en otra parte”. Soñaba con ser misionera, sobre todo luego de que, con sus hermanas, leyera los documentos del Concilio Vaticano II. Luego de veinte años de espera logró su propósito y fue destinada con un pequeño grupo de religiosas a la misión capuchina de Aguarico, en el Oriente ecuatoriano.
Inés trabajó junto con sus hermanas en el hospital. En poco tiempo ya eran parte de la comunidad local, estaban cerca de la gente y habían aprendido a comer carne de mono y tomar chicha. Era feliz. La misión capuchina se había comprometido a trabajar entre los huaorani, un pueblo no contactado, y por ello enfrentó a las petroleras que presionaban por acelerar la explotación hidrocarburífera.
Inés era la más entusiasta seguidora del obispo capuchino Alejandro Labaka, que se propuso establecer relación con los huaorani. Cuando sus superioras la destinaron a una labor lejos de ellos, luchó hasta conseguir que le permitieran trabajar entre los huaorani, asumiendo conscientemente todos los riesgos. Se preparó para ello, viviendo con una familia indígena por un tiempo y aprendiendo el idioma.
El 20 de julio de 1987 el obispo Alejandro e Inés, llevados por un helicóptero, descendieron en un claro de la selva en tierras de los tagaeri, un grupo huaorani. Cuando los buscaron dos días después los encontraron muertos, con sus cuerpos traspasados por lanzas. Habían dado su vida por amor a los indígenas.
No sabía nada sobre Inés Arango, hasta que recibí como obsequio de las terciarias capuchinas, un libro de la hermana Isabel Valdizán: “Barro y vasija en la selva herida”, que es su biografía y, más que eso, una profesión de fe religiosa y misionera. Lo leí con interés y admiración. Por eso ahora se que Inés Arango no murió por casualidad, sino porque sentía que era barro y vasija en manos de Dios.