Hanna Arendt, Kazuo Ishiguro: dos pensamientos complementarios, dos criterios que exhiben muestras opuestas de la ambivalente condición humana. La primera, en su memoria del juicio y la ejecución de Adolf Eichmann, meticuloso funcionario nazi, ‘suave y pequeño, patético y normal’, responsable directo de la solución final que conduciría al exterminio de los judíos europeos de esa tierra de Dios…, y el segundo, Nobel de Literatura 2016, en su desoladora y hermosa novela ‘Los inconsolables’.
Arendt lanza audazmente su concepto de ‘la banalidad del mal’; Ishiguro muestra en dos días de la vida del mejor pianista del mundo, un retrato tan hermoso como insoportable de la banalidad del bien.
La eficientísima planificación del asesinato del pueblo judío durante la segunda guerra mundial debía cumplir, en organización perfecta, ‘sin ruido ni emoción’, para Hitler, ‘cuestión esencial del nazismo’. (Eichmann llamó ‘instalación’ a la conducción de los judíos hacia los campos de devastación, y ‘evacuación’ a su exterminio: ¡vulgar ejercicio que pretende cambiar la realidad cambiando las palabras!).
Para quienes atribuyen el calificativo de ‘banal’ a la desgracia del crimen multitudinario, resulta intolerable la afirmación de Arendt. Pero, a mi entender, ‘la banalidad del mal’ no ha de aplicarse al mal en sí mismo, sino a la laxitud de nuestra conciencia ante él. El Holocausto, crimen contra la humanidad, fue posible por nuestra inclinación a trivializar la realidad y su sentido, a interpretar los sucesos según nuestra conveniencia. ¿Acaso el concepto del mal no es inoperante y baladí, ante el ansia de permanecer en el poder en Nicaragua, ante Correa y sus adláteres, Trump, su estilo, sus mentiras, Putin, Bashar al-Ásad?… Si hacen lo que les conviene y conviene a su causa, no hacen el mal, ni se detienen a pensarlo. ¿Cabe mayor banalidad?
¡La banalidad del bien!: Ryder, tras un viaje agotador, llega a dar un concierto anhelado por los habitantes de la sensible ciudad medieval, y se hospeda en su principal hotel. Desde el humilde y eficaz maletero al orgulloso gerente, hasta el antiguo director de orquesta recuperado de su alcoholismo, su exesposa o la relación onírica con Sofía y su hijo, todo, todos reclaman la presencia del pianista como confidente idóneo. Él ansía descansar, pero no se excusa ante las detalladas confidencias que a cada paso le descubren el orgulloso o deleznable acontecer de la ciudad; anhela ayudar, comprender. Finalmente, ha perdido tanto tiempo en cumplir lo que su bondad le invita a realizar, que no llega a dar el concierto… Es para mí, la suya, una imagen perfecta de la banalidad del bien. ¿No es banal, acaso, nuestra interpretación del cristianismo y de la figura de Cristo?; ¿no lo son nuestras ‘soluciones’ a la miseria de la mayor parte de nuestro pueblo, nuestro mirar el mal de soslayo, sin ‘ofender’ a nadie, y nuestra forma de vivir el bien, que no nos exime, sino que agrava el mal y lo deshumaniza más? ¿No lo son estas palabras?