Bajo la bandera

En estos días tormentosos, ha vuelto la bandera. Esa bandera tricolor que inventó Miranda, la misma que flameó en los días de gloria y en los grises episodios de derrota. La que fue, desde siempre, afirmación de independencia, signo de esfuerzo y dignidad; la que cubrió a los próceres cuando triunfaron, la que arropó sus ataúdes; la que vino cuando aún no teníamos nombre, cuando todavía no éramos país. La bandera, esa que cada lunes se izaba en el patio de la escuela, la que se guardaba con amor, con el respeto que merece la palabra patria.

Ha salido de los estadios donde había refugiado, ha trascendido y, otra vez, se ha metido en las almas. Y no es, no puede ser, solamente el símbolo de un partido o de un candidato o de un gobierno, ni puede agotarse en la evidencia de una coyuntura agobiante y lamentable. Es un signo, un gesto, un ademán de libertad, una confesión de soberanía individual, una afirmación de la esperanza de que la hermandad, la integridad, la transparencia y la tolerancia vuelvan a ser los principios y las vivencias que fueron alguna vez. Es un mensaje a la urgencia de cambiar, de entender al país como sitio de encuentro, como espacio de libertad.

Esa bandera tricolor nos abraza, como nos abrazan los ponchos criollos, como los hijos abrazan a los padres y los abuelos a los nietos; como el amigo al amigo, como el esposo a la esposa, como el amante a su ilusión.

La bandera nos abraza en tiempos en que triunfan las desconfianzas y prosperan las angustias Paradójicamente, la bandera nos abraza, cuando el país está partido en dos, cuando hay trincheras entre vecinos, cuando las familias están rotas por la política, cuando las gentes se han envenenado por caudillismos y luchas de clase, y mientras se liquidan con el desencanto los últimos vestigios de solidaridad.

Nos abraza cuando se anuncian tiempos nublados. Nos abraza en momentos en que empezamos a sentirnos enemigos.

La bandera es un signo, una afirmación, que deben entenderla todos. Es un mensaje a la necesidad de volver a ser un solo país, a la urgencia de que se entienda que Estado y gobierno, justicia y legislatura, son de todos; que la igualdad no es palabra hueca; que la libertad no es un lujo, que es un deber y una virtud vinculada con la dignidad; que la mitad de la población también debe sentirse en casa, cobijada, con idéntica imparcialidad, por autoridades sometidas a la ley; que las fronteras partidistas no pueden marcar a las familias ni a los vecindarios; que la democracia no es una forma de enfrentarnos ni un pretexto para odiarnos; que la política es servicio y que todos tenemos derechos.

Que la bandera tenga la virtud de devolvernos las libertades para trabajar en paz, cada cual desde su espacio, en el único proyecto que nos une, que se llama Ecuador.

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