En una acción sin precedentes, los países europeos están acogiendo en estos días a más de 160 000 refugiados. Las escenas, especialmente en Austria y en Alemania, de miles de ciudadanos recibiendo a familias enteras, ofreciéndoles hospitalidad, comida, ropa y afecto, han sido como un aire fresco, humano y ético, que ha ablandado la piel correosa de una sociedad endurecida por el ansia de bienestar.
Tanto sufrimiento ha sacado de dentro a fuera lo mejor del sentimiento y de la piedad… Quizá el detonante haya sido la imagen acurrucada y sin vida del pequeño Aylan en la playa, un peluche descartado por el mar, capaz de poner fin a esta globalización de la indiferencia que, poco a poco, nos va vaciando el corazón. Y, sin embargo, el drama continúa…
La sangría no cesa y miles de refugiados desbordan el plan de acogida en Europa. Desde principios de año han llegado a la UE más de medio millón de refugiados de África y de Oriente Medio, especialmente sirios e iraquíes.
Ellos, como todos nosotros (así ha ocurrido siempre a lo largo de la historia) buscan la tierra prometida que, en estos tiempos, se llama Germany. Nuestro pequeño país sabe de sobra lo que esto significa: qué quiere decir dejar la casa, la familia, la tierra, la cultura y embarcarse en la aventura del cambio, de la distancia, de la soledad,…
Cierto que la llegada masiva de refugiados supone una carga onerosa, un esfuerzo solidario no siempre fácil de asumir. Muchos verán amenazado su tranquilo disfrute del bienestar.
Pero, más allá de estos temores, la condición humana nos hace solidarios y nos recuerda que la tierra es casa común para todos.
Como contrapunto a la imagen de Aylan está la de Petra Laszlo, la camarógrafa húngara, que zancadillea y patea a migrantes que huían de la policía cerca de la frontera húngara con Serbia. ¿Qué puede generar semejante reacción? ¿El miedo a verse invadida por extraños?, ¿un rancio nacionalismo excluyente?, ¿o, simplemente, la torpeza humana del que no sabe discernir el valor de los hechos o de la propia responsabilidad? Todo es posible. Pero, precisamente por ello, es necesario aclarar el significado de nuestras palabras y de nuestras acciones.
Esa zancadilla echa por los suelos no solo nuestro prestigio personal, sino el de una humanidad incapaz de salvar al hermano.
La raíz de los problemas de la migración y del refugio no se generan en las fronteras de Europa, sino en esa desdicha que es la pobreza, la violencia política, la guerra, el fanatismo,… Desde su ventana abierta al mundo (no hay ventana más emblemática que la del Papa) Francisco nos recuerda que no podemos doblegarnos de forma fatalista ante las dificultades de la vida.
Muchas de nuestras miserias nacen en el corazón y se retroalimentan por la fuerza de la ideología, del odio o del interés. De aquí la llamada al inconformismo, a mutar la vida desde la solidaridad y la compasión.
Ojalá que la silueta del pequeño niño quede grabada en nuestra retina por mucho tiempo.
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