Lo peor es que esta acusación de corrupción se suma al torrente de escándalos que asolan a los brasileños. En esta oportunidad, a esa trama corrupta que desangró durante años a la petrolera estatal Petrobas.
Ver a Lula cuestionado con tanta dureza es un dolor para muchos brasileños y ciudadanos del mundo, necesitados de iconos y referentes éticos.
¿Se habrá Lula beneficiado con desvío de dineros? ¿Habrá caído en la tentación del blanqueo? ¿Se habrá enriquecido ilícitamente? Son las preguntas que muchos se hacen, las que él tendrá que contestar y la justicia valorar. A nadie debemos prejuzgar sin el debido proceso…
Pero, mientras el ídolo se tambalea, lo que queda cuestionado no es sólo su honradez personal, sino la moral y la eficacia de un sistema que, a los ojos del pueblo, aparece como corrupto o consentidor de la corrupción. De ahí a la generalización: “todos son iguales”, hay un paso.
En estos días, alguien recordaba que cuando Luiz Inácio Lula da Silva dejó el poder – después de ocho años de gobierno – se fue a la casa con una popularidad del 80%, algo fantástico e inédito en el caso de un obrero-sindicalista-presidente, sin estudios ni fortuna.
Hoy, el laberinto de la pobreza que llevó a tantos campesinos a radicarse en la gran ciudad, ha quedado muy atrás y los problemas de Lula son otros. También los índices de su aceptación y de su rechazo. El horizonte se oscurece, tanto para él como para Dilma Rousseff.
El drama de la corrupción deja en evidencia no pocas fragilidades, personales e institucionales. El mundo político se llena de nuevos ricos surgidos de la nada, expertos en el habla revolucionaria pero con mentalidad neocapitalista, propietarios de buenas casas, carros y membresías, populistas que, poco a poco, han ido perdiendo el pudor.
No es un problema del Brasil o del Ecuador o de cualquier país en concreto. Más bien, es una de las siete plagas de Egipto que asolan al mundo, a golpe de codicia y de corrupción. En la España de mis amores, algunos no robaron más porque no les dio tiempo. Por eso hoy, a la ingobernabilidad se añade la profunda decepción e indignación de tantas personas que ya no saben en quién confiar.
En el caso que nos ocupa, el encausamiento de Lula no sólo es un mazazo para la imagen del país, sino un golpe duro y seco en el cráneo de todos aquellos que tienen que subsistir inmersos en el mar proceloso de las viejas y de las nuevas pobrezas.
La ética no se improvisa.
Requiere conciencia moral, formación y, especialmente en el mundo político, fiscalización y ausencia de impunidad. Pensar que todo vale, con tal de engordar el vientre, el poder o la chequera, es letal. Así es como se empobrece a los pobres y se arruina a los pueblos. ¡Ojalá que la imagen de Lula quede limpia y que el Brasil pueda salir de este atolladero! Pero bueno será también, aunque ingrato, que sepamos vernos en este espejo.