Llamémoslo de frente. Ejercer el amor es distinto a ejercer la pasión; el primero suele convertirse en parte de la cotidianidad, el tedio y la construcción social aceptada. Es, qué duda cabe, herramienta perfecta para cuidar la célula familiar al más puro estilo victoriano, heredado de ingleses y estadounidenses, amén de ingredientes fuertísimos del catolicismo con sus mil y una formas de culpabilidad. El resto –la pasión tránsfuga, oculta, maravillosa y trágica, porque está presta a fenecer a cualquier momento- es mirada con recelo, el tabú perfecto del que se habla solo entre confidentes. Y sigo leyendo con avidez la última obra de Abdón Ubidia: “La aventura amorosa y sus personajes”, donde la vida y la literatura se confunden irremediablemente. La pasión y sus personajes descritos hábilmente –Amante, Amado, Engañado, Rival, Confidente, Alcahuete, Coro, Sustituto- se convierten en líquidos, versátiles, atractivos, sin prejuicios, en tanto y cuanto pueden transformarse según las circunstancias que vive cada uno de estos.
Estupendamente bien documentada, sin ser ni de lejos un libro académico, pone en el tapete las mil y una formas de pasión ejercida por personajes de la literatura mundial de todos los tiempos y lugares, sin origen preciso, porque arranca cuando arranca la vida misma. Por sus páginas pasan las ‘Historias de amor’ de Julia Kristeva, ‘La separación de los amantes’ de Igor Caruso, sin olvidar a ‘Tristán e Isolda’ y todos los don Juanes y casanovas de todos los tiempos. Me hacen falta, sin embargo, las “doñas juanas”, historias veladas de mujeres que “a pesar de todo” ejercieron el derecho de un amante esporádico y necesario, más allá de Madame Bovary y alguna que otra. Una edición revisada podría incluir quizás la historia de dos cuencanas: Marietta Veintimilla y Mercedes Andrade, corajudas damas que lo dejaron absolutamente todo en busca de su propia libertad sin importar nada. La primera murió en su propia salsa pasional abrumada por el corifeo social de la pequeña aldea y la segunda –compañera de Paúl Rivet al abandonar a su esposo- finalmente se dio de bruces con la crasa realidad parisina, una niña provinciana sin piano, ni idioma, sola en la omnipresencia del científico.
Un poema bello de Marietta, Quejas, nos lleva por estos sinuosos caminos del deseo. “Y amarle pude, al sol de la existencia/ se abría apenas soñadora el alba/ perdió mi pobre corazón su calma desde el fatal instante en que le hallé”. Esta, existe, más allá de circunstancias conyugales. Un ensayo muy bien escrito que recoge de manera vibrante y sugestiva todas las formas del ser humano de estar abocados a una pasión, a varias, a morir de amor y a resucitar en la esperanza de uno nuevo.