Nos lo habíamos preguntado con anterioridad. Lo temíamos, sin confesarlo adecuadamente. Vivíamos un sueño de paz y estabilidad, solamente roto por las controversias acerca de los planes independentistas y la lenta recuperación económica, que todavía encadenada a numerosos ciudadanos en los lindes de la pobreza. Barcelona valía la pena.
Hay muchos posibles escenarios en el mundo para perpetrar crímenes similares. Pero son un puñado los lugares que verdaderamente merecen la categoría de emblemáticos que atraigan la ambición de criminales impelidos por notoriedad.
Algunas ciudades del viejo continente han estado en la memoria de viajeros contumaces, turistas esporádicos, y empresarios. París, Roma, Londres, Berlín, Lisboa, Atenas: capitales que siempre han capturado un lugar especial en el templo europeo. Barcelona había ocupado ese lugar mágico. Le había llegado su hora trágica.
Hace apenas unas décadas, la capital catalana era una ciudad de paso, adonde los turistas solamente acudían como excepción a sus estadías en la Costa Brava para ir a las corridas de toros o visitar la Sagrada Familia en construcción. Los Juegos Olímpicos de 1992 que hospedo la ciudad trocaron esta carencia de fascinación.
La apertura hacia el mar cambió todo. Los museos y sus colecciones variadas atrajeron la atención universal. La arquitectura reveló que no todo se reducía a la obra de Antoni Gaudí. El diseño urbano, con la clásica cuadrícula de calles amplias, invitaba al paseo en un clima agradable todo el año.
Mientras España escalaba peldaños en atracción del turismo (solamente superada por Estados Unidos y Francia), sobrepasando el número de visitantes al de habitantes, Barcelona se fue convirtiendo en un imán que atrapaba a sectores diversos. Las convenciones profesionales se multiplicaban. Los visitantes dejaban de ser exclusivos de la temporada veraniega. Todo el año era primavera.