Dos encapuchados, en una moto sin placas, detienen a un ciudadano, solicitan sus documentos, fotografían su cédula de identidad, le interrogan por su “problema” con el Presidente; todo por que le mostró un pulgar abajo.
Una asambleísta, Lourdes Tibán, es golpeada en la calle, mientras es insultada por unos desconocidos. Nadie hace nada para defenderla.
Pocos horas después aparece un video editado. La intención es clara: reducir un acto de violencia política a un problema personal.
Carolina, una adolescente, declara en televisión nacional, no creer en un dios; inmediatamente las tres jurados -de cuatro- de un concurso televisivo le increpan, les parece que es una muestra de inmadurez, de que aún no ha sufrido y es un augurio de que no tendrá éxito en la vida.
Eventos aparentemente aislados, en contextos diferentes, son ejemplos poderosos de viejas y nuevas formas de intolerancia que se manifiestan como resultado de una tensión política, social y cultural cada vez más fuerte.
Desde la intolerancia política, la defensa del estatus quo del poder estatal, del partido que ha ganado las elecciones y quiere convertir sus convicciones en una suerte de religión civil (un concepto usado recientemente por Walzer pero acuñado por Rousseau), y que para ello usa el aparato que está a su disposición, tratando de transformar sus ideales partidarios en oficiales, sus eventos políticos en estatales; usando esfuerzos y recursos para asegurar el buen nombre del líder o para controlar a la disidencia.
Se pierde de vista la diferencia entre el partido político que ejerce el poder y el Estado mismo, los dos empiezan a presentarse como uno solo.
Una opositora es golpeada y la acción violenta, la agresión se minimiza, se la presenta como un problema doméstico, de esos que se dan entre “indios”, un problema de “faldas”, de infidelidad.
Se usan prejuicios de género, étnicos y culturales; la acción inicial violenta es inaceptable, pero la reacción social y política es vergonzosa.
Comunicados de rechazo, comentarios en las redes sociales, opiniones que minimizan lo sucedido o dejan en claro que existen diferentes clases de víctimas, las que ejercen el poder y las otras.
Estas últimas parecen merecerlo por hablar más de la cuenta.
La adolescente que se declara no creyente pone en evidencia algo que muchos han advertido, que vivimos en un contexto de falsa aceptación a las diferencias, que cuando son contramayoritarias son aceptadas en apariencia.
Aceptación y “respeto” que se mantienen mientras las diferencias se expresen en el ámbito privado; cuando sale al espacio de lo público son rechazadas de manera furiosa o se las encara con una condescendencia indignante.
Estos hechos no pueden considerarse como eventos aislados. No son resultado de la acción de unos pocos fanáticos, de una estrategia de marketing televisivo o de agentes estatales equivocados; son muestras de un contexto, que debe ser cambiado, pero para ello debemos empezar por reconocerlo.