Atahualpa resulta ser un personaje paradójico y contradictorio, una de esas sombras esquivas que están al inicio de nuestros fallidos sueños de ser nación. Su signo emerge al final de una era: punto de llegada y de partida, puerta entre dos abismos. Recorrer su historia es adentrarse en el hundimiento de un imperio. Su nacimiento coincide con el arribo de los españoles al Nuevo Mundo. Dos hechos que en el supersticioso sentir de los historiadores cusqueños guardan una oscura relación, un apocalíptico presagio, algo semejante al aparecimiento de un cometa anunciador del fin de los tiempos.
Gravita sobre él un hado de bastardía y martirio, un albur de grandeza y caída que lo convierten en personaje mítico, en héroe trágico. Frente a Atahualpa se yergue Huáscar, su antagonista: dos hermanos unidos por la misma filiación paterna, mas, enfrentados por distinta sangre materna. El primero, hijo de madre quiteña, Palla de estirpe Duchicela; el segundo, de madre cusqueña y abolengo Inca. El juicio que los historiadores han emitido acerca de ellos ha estado condicionado por el “locus” (lugar) desde el cual se los mira: si desde la tradición quiteña o desde la cusqueña. Atahualpa, un emblema de lo nativo ecuatoriano; Huáscar, de lo peruano, de lo genuinamente cusqueño.
Garcilaso de la Vega, el Inca, habla del origen quiteño y buenas disposiciones físicas y mentales de Atahualpa. Dice: “Salió de buen ingenio, astuto, sagaz, mañoso, para la guerra belicoso, gentilhombre de cuerpo, hermoso de rostro”. (“Comentarios reales”). Y, al mismo tiempo, señala su bastardía, ese germen impuro que le llega por la madre extranjera y que provoca la ruptura del orden y la tradición que sustentan la legitimidad y el origen divino de la casta imperial del incario. Víctimas y mártires de su circunstancia histórica: ambos ambicionan el poder total; ambos compiten en crueldades, traiciones y sangrientas venganzas.
Si el primer error que gravitó sobre el destino de Atahualpa fue su bastardía, otros llegaron en cadena: la división del reino, la discordia fratricida, la guerra civil, la crueldad en el castigo con los de la propia casta, el encuentro con el invasor en Cajamarca. Para Garcilaso de la Vega, como para otros cronistas (Juan de Santa Cruz Pachacuti, Guamán Poma de Ayala), Atahualpa resulta ser una fatídica suma de errores que desembocaron en la caída del Imperio.
En la celada de Cajamarca cayó el ídolo en medio de una tormenta de espadas y un aullido de arcabuces. El Sol, aquella destellante divinidad inmóvil, descendió en pleno día a una interminable noche de escupitajos y relinchos. Los dueños del trueno, con la Biblia en la mano, pusieron en fuga a la piedra y la flecha. Atahualpa, hombre partido y repartido, dispuso que, al morir, su cuerpo sea embalsamado y enterrado en las gélidas alturas del Cusco y que su corazón repose en Quito, tierra amada del sol, país de la mitad.