Haré algo desaconsejable en un novelista: adelantar el tema de una novela. El argumento es bueno, insólito incluso, y eso promete.
Veamos. Una neblinosa mañana londinense, un sujeto de pelo cano atraviesa con paso vivo y nervioso las calles de un barrio céntrico. Hace poco ha cargado en su computador una información robada y la ha disparado al mundo entero, afectando los intereses y la seguridad del país a la que ésta pertenece. Él no la ha sustraído, aclaro. Su papel se limita a recogerla (mientras más delicada mejor) y a difundirla a los cuatro vientos a través de su ventilador virtual. Ésa es su profesión, y la ejerce bastante bien a juzgar por la considerable bandada de seguidores a nivel global.
Mientras el país afectado trata de digerir el golpe y calcular los daños infligidos, nuestro hombre -para aligerar las tensiones, supongo (una novela exige imaginación)- viaja a un tercer país y seduce allí a dos mujeres; éstas aducen luego violación. Para escapar de semejante rollo, mi protagonista escapa a la patria de Sherlock Holmes. Craso error. ¿Por qué? Elemental, querido Watson: se trata de un país serio, al que las supuestas víctimas piden les sea devuelto para juzgarlo. Como los males no vienen solos (no se diga en las novelas), mi personaje teme que lo propio haga la justicia del país del cual él ha sustraído la información.
Mi héroe está en aprietos, pero he aquí que el jefazo de una pequeña “No-República” a cuyos ciudadanos él, en cambio, ha sustraído esa sustancia viscosa e incómoda llamada libertad de expresión, ávido de notoriedad, ha hecho sus propios cálculos y le ofrece asilo en una de las múltiples oficinas que representan sus intereses en el vasto mundo: Londres. De allí nadie podrá sacarlo porque, en virtud de un pacto jurídico-ficcional de extraterritorialidad (¿quién ha dicho que la ficción es monopolio de la literatura?), la sede goza de inviolabilidad.
La cuestión es llegar allí antes de que sus perseguidores lo atrapen. Apresura el paso, las ventanillas de su nariz se agitan, los pelos de su barba blanca se erizan como espinas de pescado.
Al fin, acezante, llega a su destino. Sus protectores emiten un sibilante suspiro de alivio. Le han preparado un exquisito brunch de bienvenida: champaña, boquitas de arenque ahumado, ostras, huevas de esturión y, de postre, rajitas de queso Stilton con oporto. Una maravilla, vamos. Sólo hay un problema, literalmente minúsculo: la habitación que le han acondicionado en el exiguo flat es diminuta. El huésped parece no incomodarse porque, a cambio de esa molestia, le permiten instalar su computadora (prótesis, casi, de su cuerpo) y seguir haciendo su trabajo contra mundum. Y lo hace tan bien -imponiendo su misión y estilo, claro- que pronto el asilado acaba secuestrando a sus asilantes. Fin.