Siempre han estado aquí, mimetizados con la ciudad y su contaminante desarrollo. Han sido los vigías silenciosos del caos moderno y el desorden, del tenebroso e implacable crecimiento de la ciudad, pero también han testimoniado la vida de su gente.
Nacen en pequeños feudos a los que se aferran con raíces recias y profundas. En la madurez, presumen de su follaje alborotado y de un tronco áspero y retorcido como una cimitarra.
Se sienten a gusto en los valles andinos y se comenta que están emparentados con los olivos. Los reconocemos durante el verano cuando descubren su espíritu bajo el sol canicular y, muy lentamente, a la espera de nuevas lluvias, se dejan desvestir por los vendavales.
Siempre han estado aquí, coloreando el ambiente entre junio y septiembre con sus flores violetas, rosadas, fucsias, blancas incluso.
Sin embargo, durante la infancia y la adolescencia, normalmente no recordamos haberlos visto, y si es que los vimos, como debe habernos sucedido infinidad de veces, no apreciamos jamás su belleza.
Tiempo atrás, en la niñez, bajo su sombra o en su muda presencia, transcurrieron muchos veranos con sus largos días de callejeo.
Atravesamos esa etapa inicial de la vida, la más bella sin duda, jugando al fútbol con los amigos de barrio en unas canchas de geografía casi lunar, o rodando por la ciudad en bicicletas que soportaban dilatados paseos por calles y avenidas con poco tráfico y escasos peligros.
Y allí, entre pelotazos y escondites, entre aventuras al aire libre y excursiones reales, entre bromas y travesuras presenciales, posiblemente había un arupo florecido que nos contemplaba hasta que caía la noche, cuando el cansancio (o una reprimenda) nos obligaban a volver a casa.
Más tarde, en la juventud, quizá esos mismos árboles cobijaron los primeros besos, encubrieron las caricias iniciales y fueron tajados para siempre con corazones flechados en los que quedaban impunemente grabadas las iniciales de los culpables.
Supongo que no apreciábamos a los arupos florecidos en la lejana infancia y en nuestra juventud porque, de algún modo, éramos ellos mismos: su energía, su entorno, su alegría estacional.
Hoy en cambio, en los nuevos tiempos que corren, los niños y los jóvenes están sometidos y resguardados por la tecnología, enclaustrados en sus propios mundos artificiales, rodeados de pantallas planas y artilugios electrónicos, como arupos cibernéticos de floración digital.
Y, por supuesto que algún día, cuando crezcan, igual que lo hicimos nosotros, apreciarán la elegancia colorida de los arupos en verano, pero sus recuerdos no estarán asociados con la felicidad de jugar al aire libre hasta quedar exhaustos rodeados por esos fantasmas que solo se dejaban ver durante las vacaciones.