Handel Guayasamín
Columnista invitado
Toda ciudad tiene su historia. Son sus casas, barrios, calles, plazas, las que guardan el testimonio de gentes y de tiempos. Sin duda, el hecho urbano tiene en lo material, en lo tangible, un ancla con su pasado, ya que lo intangible permanece en las maneras de ser, hacer y celebrar, es decir en la identidad, en la cultura y en los ritos de los pueblos. Una ciudad sin memoria es anodina, es cualquier sitio y cualquier cosa. Es una especie de no lugar en el tiempo y en el espacio.
Por otro lado, el patrimonio histórico no debería ser solo lo colonial, en el caso de Quito debiera ser, además de su Centro Histórico (CH), su vigoroso pasado prehispánico y también los elementos claves de su modernidad. No es posible que a 100 años del Premio ornato, distinción que el Municipio otorga cada año, queden muy pocas de esas distinguidas obras. La mayoría ya ha sido arrasada de nuestro paisaje urbano, debido a la presión inmobiliaria, al utilitarismo.Lo más grave es que conjuntos urbanos homogéneos, construidos a principios del siglo pasado, de gran valor urbano y arquitectónico, corran la misma suerte.
Este es el caso de la Villa Flora en el sur de Quito, de La Mariscal y La Floresta en el norte. ¿Qué nos pasa a los quiteños, qué les pasa a nuestras autoridades, cuando vemos que día a día se destruyen piezas irremplazables de nuestro patrimonio y no decimos ni hacemos nada?
Contradictoriamente, se derrocan en el CH edificios que nunca se iban a caer, “por feos”, mientras muchas edificaciones del propio Centro Histórico están por caerse, poniendo en riesgo la vida de sus habitantes, sin que exista política pública que salvaguarde ni a los edificios ni a sus usuarios.
En La Floresta el proceso es un verdadero tsunami, que avanza día a día desde la av. 12 de Octubre hacia el este. Como hongos aparecen edificios que reemplazan viejas casas en las que habitaron familias que le dieron a nuestra ciudad no solo una agradable imagen urbana, de escala humana. También hicieron posible sus usos diversos con sastrerías, panaderías, talleres, comercios, entremezclados con viviendas, donde el concepto de ciudadanía siempre fue una realidad, no una frase discursiva y vacía.
Por eso debemos proteger y defender a La Floresta. Para ello, se requiere de una gestión patrimonial diferente, en la que la catalogación no se convierta en un estigma y un castigo para los propietarios, que les permita sobrevivir a la vorágine inmobiliaria, con incentivos tributarios, con usos y proyectos de inversión compatibles con las características del barrio.
Ejemplos existen en ciudades de América Latina, con barrios que, manteniendo su personalidad y su autenticidad, permiten a sus habitantes y a los visitantes el disfrute pleno de sus casas, plazas y calles, pero -sobre todo- compartir con la población del barrio, con nuestra gente, con sus particulares maneras de ser, hacer y celebrar.
* Handel Guayasamín Presidente del Colegio de Arquitectos del Ecuador (CAE)- Provincial de Pichincha