Hay un arma invencible frente a la prepotencia y al abuso; como un corazón entregado a un ideal, a una causa noble, que vale más que las bravatas y la venganza de los omnipotentes. Con esa arma el coronel Carrión batalló y venció contra el atropello de una acusación sin pies ni cabeza. Con esa misma arma Cléver Jiménez, Fernando Villavicencio y Carlos Figueroa han vencido sin claudicar, mirando alto, entregando su ejemplo a un país que los poderosos imaginaron cambiaría dignidad por pavimento. Y es que la historia no cambia por los que se acomodan; no se hace de complicidades ni genuflexiones. La historia es un perro de caza que sigue la huella de quienes resisten y enfrentan la impostura.
Lo que el poder quería de ellos era humillación; quería celebrar su autocensura para luego tapiarles la boca; quería engordar su soberbia con la mudez de su derrota. Su ecuación era simple: acosarlos con toda a maquinaria del Estado hasta quebrarlos; luego hacerse pedir disculpas y finalmente otorgarles perdón.
Ha aplicado esta fórmula varias veces, pero esta vez perdió. Recibió a cambio convicción; recibió en contrapartida la serenidad de quien pelea desde su verdad. Jiménez, Villavicencio y Figueroa no acudieron a la cita que les agendó el miedo. Se quedaron guarecidos en la casa de su conciencia; prefirieron la dignidad a ser triturados por unas migajas de luz. Qué chasco, qué desaire. Cómo pudieron dejar plantado al poder absoluto con toda su parafernalia. Cómo pudieron abandonarlo con las toneladas de prebendas que reparte; con los kilómetros de arrogancia con las que encementa su majestad. ¿Si ellos eran apenas unos pequeños soldados en las fauces de un gigante, cómo se atrevieron a ofenderlo? ¿Cómo osaron dejarlo solo con su estado de propaganda y sus encuestas pagadas? El agravio ha sido enorme. Irreparable golpe no arrodillarse, no temerle, no disculparse y desde la tranquilidad de su alma libre volver a respirar su propio aire.
La lista es cada vez más larga. Carrión, Jiménez, Villavicencio, Figueroa y otros demuestran una realidad incontestable: mientras mayor es la arbitrariedad del poder, más frágil resulta frente a la integridad de las personas que se le oponen. Su testimonio trae consigo una dulce verdad. Contra al poder arbitrario existe un arma invencible: la integridad de las personas. No vale el miedo. Tampoco las cabezas gachas. No vale el congraciarse pensando que la rendición es una buena receta para sobrevivir; que los platos de lentejas saben mejor que las gotas de sudor.
Por eso mañana, o sea pronto, cuando tengamos que contar qué ocurrió en nuestro país durante este cuarto de hora revolucionario, recordaremos los nombres de aquellos que nos hicieron sentir orgullo. Ese recuerdo se colmará de los Carrión, Jiménez, Villavicencio, Figueroa; de esos ejemplos que ya tenemos para contar a nuestros hijos. Que no nos cubra el desamparo y la tristeza de recordar a los Duzac y compañía, que sembraron vergüenza, cinismo y fortunas mal habidas. No es con ellosque renaceremos. No será del odio ni de la venganza, sino de la memoria de aquellos que miraron a los ojos al poder y lo hicieron pestañear.