Los comicios presidenciales en la Argentina son -ahora- como una moneda que acaba de ser lanzada al aire. Eso implica que de acá al 25 de octubre, cuando se realizará la última (¿o penúltima?) fase de la carrera electoral, cualquier escenario resulta posible. Incluso que se imponga Daniel Scioli, el aspirante resistido del oficialismo y que ha tenido que irremediablemente colgarse el rótulo de candidato del kirchnerismo.
Pero el ex Vicepresidente y actual Gobernador de la provincia de Buenos Aires ha dado señales de que optará por apartarse del estilo confrontacional que ha caracterizado a la familia de los Kirchner (los K).
Con Scioli, un ganador en situación incómoda, las primarias presidenciales del domingo pasado dejan en claro una cosa: al menos el 60% de los sufragantes mostró su hartazgo con los 12 años y meses de kirchnerismo (o peronismo reencauchado). Es decir, dio la espalda a un modelo, cargado de polémicas, acoso a la prensa y de frecuentes denuncias de presunta corrupción. Y que, en los últimos días, se desgastó más por efecto de las acusaciones de supuesto narcotráfico en contra de Aníbal Fernández, uno de los pesos pesados del Gobierno. Este escándalo sigue a otro episodio oscuro: la muerte (o asesinato) del fiscal Alberto Nisman.
El resultado electoral del domingo 9, entonces, hay que interpretarlo como lo que es: una señal de fastidio con una forma arbitraria de gobernar por parte de un clan familiar, cuyos métodos pudieran incluso ocasionarle más problemas judiciales en el futuro. Es, sin duda, una evidencia de que la Argentina empieza a transitar por el comienzo del fin del kirchnerismo, un opaco y sinuoso ‘proceso’ político -como algunos similares de la región y del mundo- que ha tenido entre sus propósitos la perpetuación en el poder.
Para vencer al derechista Mauricio Macri en la primera vuelta del 25 de octubre, una empresa que se ve difícil pues deberá alcanzar más del 45% de los votos, Scioli necesita tomar más distancias de Cristina Fernández de Kirchner. ¿Lo hará?