Más de 600 muertos y 4 000 heridos es una carnicería excesiva. Obama pidió a la junta militar egipcia ejercitar dos virtudes ajenas a su cultura y tradición: tolerancia y moderación. Solicitó elecciones libres y un poder limitado por la ley.
Francamente, me parece muy difícil que lo complazcan.
En Estados Unidos, el experimento republicano de las 13 colonias parecía condenado a fracasar, pero dio lugar a un país que hoy es la única superpotencia de la tierra. Este fenómeno, aunque imitable, no puede imponerse desde afuera. Si se produce, debe ser voluntario e internamente iniciado.
El propósito de los árabes, y por lo que hoy se matan, no consiste en limitar la autoridad del Gobierno, proteger los derechos individuales y crear relaciones de poder basadas en la meritocracia y la igualdad ante la ley (para lo cual son fundamentales la tolerancia y la moderación), como estableció Estados Unidos al separarse de Inglaterra.
El conflicto árabe es una bronca a cuchillo entre militares laicos, broncos, feroces y autoritarios, provistos de ideas políticas nacionalistas teñidas por supersticiones socialistas, contra religiosos convencidos por creencias fantásticas, comprometidos con Alá para someter al género humano a la autoridad del Corán.
Para el resto del mundo, generalmente, no se trata de escoger entre demócratas liberales y fanáticos religiosos, sino entre militares despóticos, usualmente corruptos y asesinos, y fundamentalistas, frecuentemente agresivos y peligrosos, lo que suele conducirlos a mataderos en los que son víctimas o victimarios en nombre de la verdad revelada a Mahoma en el desierto.
En Washington no se entiende esta fatal disyuntiva. Muchos políticos y funcionarios padecen de etnocentrismo. Piensan que todos los países pueden y deben crear un modelo de Estado presidido por la libertad individual, servido por un Gobierno controlado por la Constitución y limitado por equilibrios y contrapesos.
Para que funcione esta magnífica fórmula, previamente debe existir una sociedad dispuesta a convivir pacíficamente con todo aquello que no nos gusta, colocarse bajo la autoridad de la ley, admitir que nuestras verdades y convicciones no son únicas e infalibles, y ejercitar la cordialidad cívica con un adversario al que no hay que amar, pero que merece nuestro respeto.
En las sociedades árabes estos factores son excepcionales. Hay individuos con ese perfil, y hasta se agrupan en pequeñas instituciones que proclaman estas reglas de juego. He conocido liberales marroquíes, sirios, libaneses y tunecinos, lo que me hace pensar que también debe haberlos en Egipto y en el resto de la geografía árabe, pero carecen de peso específico para hacer girar a sus países en esa dirección.
Mientras no ocurra ese cambio de valores, es ingenuo intentar escoger entre gobernantes árabes “buenos” y “malos”. La alternativa es mucho más agónica.