En los últimos tiempos, noticias provenientes de distintos lugares (incluyendo el rincón que los ecuatorianos ocupamos en esta parte del planeta) me han llevado con frecuencia a pensar en el fanatismo. Jóvenes que se preparan con fervor para ejecutar atentados suicidas; multitudes enardecidas que aclaman a líderes mesiánicos; miles de espectadores que deliran hasta el paroxismo ante grupos o individuos que no llegan a la noble condición de los artistas y se limitan a hacer ruido; otras multitudes que enloquecen ante la sola aparición de una imagen tenida como milagrosa; ejércitos que despliegan mucha saña en matar y destruir en nombre de la supuesta gloria de un dios desconocido…
En cualquiera de estos casos, el fanatismo se presenta como una adhesión apasionada y desmedida a una fe. Se trata, por lo tanto de una forma de fideísmo que suele disfrazarse con ropajes religiosos, políticos o artísticos, aunque en el fondo está reñido con la religión, la política y el arte. Para el fanático, tales configuraciones de la vida social y la cultura son coartadas que le sirven para dar una apariencia racional a un desorden patológico de la emotividad. Nada hay más lejano del fanatismo que la razón, elevada por la modernidad a la condición de vía privilegiada para llegar a la verdad, en grave desmedro de la intuición. No obstante, es común que el fanático recurra a argumentos supuestamente racionales para justificar sus excesos: imaginarios paraísos destinados a los mártires; prodigios de redención para los pobres; curaciones “comprobadas”, por intervención de la imagen milagrosa; ruptura de viejas tradiciones y audaz descubrimiento de otros mundos…
Pero nada de eso es verdad. Si lo fuera, no necesitaría recurrir a la locura insana, y ni siquiera a las locuras que parecen inocentes. De ahí que las causas que se saben desprovistas de verdad suelen recurrir al fanatismo para asegurar la adhesión de quienes se encuentran menos protegidos por el buen sentido –ese que el bueno de Descartes creía lo mejor repartido de este mundo. No lo es. No tiene ningún sentido imaginar un paraíso que pueda recompensar a aquel que siembra muerte, desesperanza y terror; no lo tiene creer en el mesianismo, indispensable en todos los procesos populistas; tampoco lo tiene la fantasía de obras prodigiosas ejecutadas por una tela pintada o un trozo de madera tallada, aunque la tela y la madera sean altamente apreciables como arte.
Nuestro mundo es sin embargo tan absurdo que el sinsentido avasalla a una humanidad cansada del racionalismo moderno de Occidente. Es una vía de escape, no la mejor por cierto. Solo será posible combatir al fanatismo reivindicando el equilibrio entre la razón y las pasiones: Apolo y Dionisos, en lugar de oponerse tenazmente, deben al fin unirse en un abrazo. Sé que decirlo es también una utopía, pero ¿cómo habría de evitarla en un mundo que se sumerge en los furiosos fanatismos que nos están envenenando?
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