Escribo estas líneas cuando el calendario marca el martes 9 de agosto de 2016. Miro esa fecha y me digo: “hoy es el Día de la Cultura Nacional”. Sin embargo nada a mi alrededor lo confirma. Ni los poderes públicos, ni las instituciones de cultura, ni la prensa (la que tengo a mano) han dicho nada sobre este día. Para colmo, el Premio Espejo, que fue creado por el mismo decreto que consagró este día a la cultura (lleva el número 677, y fue dictado el de 6 de agosto de 1975), hoy no será entregado porque las autoridades han decidido trasladar la parca ceremonia a la agenda de celebraciones del Diez de Agosto, que será también un día laborable, como desde hace algunos años han sido todas las fechas del calendario cívico.
En la conciencia del ciudadano común, esta y otras fechas de la misma naturaleza se han convertido solamente en feriados de fin de semana: no son ya, desde hace tiempo, la ocasión de recordar las efemérides y renovar los sentimientos que nos vinculan a un pasado común, fuente de aquello que solemos llamar identidad. No. Son solamente ocasiones de paseo, de diversión o descanso, y oportunidad para que hoteles, restaurantes y transportes hagan mejores negocios. Nada más. En otras palabras, primero están los negocios, la identidad no importa. ¿Dónde quedaron rezagadas las grandilocuentes declaraciones sobre la supremacía de la vida humana sobre el capital?
No conozco ninguna sociedad en el mundo que haya logrado prescindir de ciertas celebraciones. Ellas son símbolos de la vida común, de la pertenencia a una totalidad envolvente a la que se ha dado los nombres de “nación” o “patria”. Son motivo de orgullo e identificación, manantial de valores cívicos, de conciencia ciudadana. Prescindir de ellas o convertirlas en una mera interrupción del trabajo bien organizado; trasladarlas a voluntad de un día para otro contribuyendo a minimizar su importancia y el respeto que se les debe, es minar los fundamentos de la vida social. Nada raro es, por lo tanto, que hoy no sea mal considerado quien abuse de los fondos públicos ni quien juegue con las leyes para cambiarlas a su antojo: al contrario, no hacerlo cuando hay la ocasión es dar pruebas de estulticia. A este paso, acabaremos siendo un conglomerado humano en el que cada uno de los demás será un enemigo potencial: podremos trasladarnos en excelentes carreteras pero lo haremos siempre para satisfacer nuestros personalísimos intereses.
Yo me pregunto qué dirían los franceses si algún gobierno decidiera que se trabaje el 14 de julio. O los mexicanos, si alguien les dijera que el feriado del 15 de setiembre será el viernes próximo. O los chilenos, los argentinos, los colombianos, los españoles… O los gringos, si un Trump cualquiera les trasladara su 4 de julio. Quizá solo los ecuatorianos hemos dicho: “bueno, gracias”. Y nos hemos quedado tan tranquilos. Si esto ya hemos hecho con el Diez de Agosto, que es la fecha mayor de nuestra historia, ¿cómo no íbamos a hacerlo por lo que apenas es el Día de la Cultura?
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