Los estudiantes del Colegio Montúfar y los policías se agredieron con piedras, palos, ladrillos y gas lacrimógeno, en condenables enfrentamientos esta semana. La factura que dejó esa violencia injustificada fue alta. 24 retenidos; que ya fueron liberados. 10 heridos y daños en bienes públicos y privados. Además,
3 626 alumnos fuera de las aulas porque las clases tuvieron que ser suspendidas tres días por orden ministerial.
Las autoridades dijeron que el detonante fue el traslado de 15 docentes de ese colegio a otras instituciones fiscales -primero informaron que eran 16, pero rectificaron-.
Esa medida influyó, pero no fue el único factor. Desde el 2013 se han hecho traslados de maestros en función de las necesidades del sistema educativo y no se han dado hechos de violencia como los registrados durante dos días seguidos en los alrededores del Colegio Montúfar.
Lo que provocó molestia de buena parte de la comunidad educativa fue la forma en que se aplicó la disposición de traslado. No se esperó a que culmine el ciclo lectivo para hacer una transición.
Tampoco se difundieron previamente los criterios que primaron para los traslados a los padres de familia y especialmente a los alumnos, que fueron los actores visibles de la protesta. Se esperó a que se encienda la llama para dar a conocer que hubo una auditoría, con evaluaciones aparentemente negativas. Si bien no había una obligación legal para impulsar ese diálogo, era necesario considerar que entre el personal removido había inspectores y docentes de trayectoria respetados por padres de familia y alumnos.
La figura del inspector tiene un peso mayor entre los alumnos porque conoce y sigue la vida académica y familiar del alumno. También cultiva el apego emocional con el Colegio y sus símbolos. Era predecible que los defiendan o que alienten a los estudiantes para hacerlo. Eso se debió entender antes de que la protesta adquiera ese nivel de violencia.