Cuando se comenzó a publicar sobre el brote de AH1N1 en el país, la respuesta oficial fue que no existían mayores motivos para alarmarse.
Las vacunas se aplicaron conforme al protocolo internacional, en diciembre del 2015, y no había necesidad de traer más. Todo, absolutamente todo, según Salud, estaba bajo control gracias a la oportuna y eficiente respuesta de las autoridades nacionales.
Sin embargo, la prensa documentó que no se trataba de casos aislados y que la situación era más grave de lo que oficialmente se decía. Entonces, ante la evidencia, aunque a cuentagotas, se develaron cifras.
Primero, la de los fallecidos en la Sierra centro y luego las que permitieron entender de que se trataba de un fenómeno nacional. Hasta ahora suman 39 fallecidos y hay 338 casos positivos, con mayor incidencia en la provincia de Pichincha. Al menos unas 50 personas estuvieron en Terapia Intensiva, solamente en Quito.
Resultó que el problema era de tal consideración que las mismas autoridades nacionales dispusieron la adquisición de un lote de 300 000 vacunas para las zonas más vulnerables, luego del terremoto y sus réplicas, y para los grupos poblacionales más vulnerables, como niños menores de cinco años, adultos mayores y embarazadas.
Esto se convirtió en fundamental, como parte de una estrategia integral para evitar una mayor propagación del virus y más muertes.
¿Qué sentido tenía entonces decir que todo estaba bajo control? Germán Caicedo da una pista en su ensayo ‘El lado obscuro de la comunicación gubernamental’.
Él dice que una de esas estrategias oscuras es la mentira y el silencio. Sirven para evitar “hasta donde se pueda” el despegue de algún escándalo que merme la imagen del funcionario a cargo o de un Gobierno.
Además, dan tiempo a los departamentos de comunicación para idear una estrategia que minimice el impacto. Esto podría tener sentido si se tratara de escándalos políticos, pero no en materia de salud. Hay vidas en juego.