El avance de la tecnología, aplicada a disciplinas como el neuromárketing político, permite tener información cada vez más precisa y detallada de lo que el elector espera de un candidato. Incluso apelando a sus reacciones cerebrales inconscientes, con mediciones a través de sensores.
Con base en esos datos y las métricas que arrojan las redes sociales, encuestas, grupos focales y otras herramientas disponibles, los asesores de campaña estructuran discursos y propuestas electorales. Adecuan la imagen del candidato y sus mensajes, en función de la demanda de los grupos a los que quieren llegar.
Eso explica, en parte, por qué en sus discursos y propuestas los candidatos coinciden en los temas claves, pese a ser o mostrarse de tendencias políticas diferentes. Los presidenciales hablan de la generación de empleo, la revisión de las normativas tributarias y el acceso a la universidad pública.
Es una estrategia que puede pesar para ganar una elección, pero no necesariamente para gobernar. El ejercicio de la administración pública va más allá de lo que buscan o necesitan los ciudadanos.
Hay condiciones reales que los candidatos deben tomar en cuenta y pueden determinar el cumplimiento o no de una promesa de campaña. Como el precio del petróleo, la deuda pública externa e interna, los mercados internacionales, si se tiene o no una mayoría en el Legislativo para modificar una determinada ley… Así, el candidato puede ser uno, pero el presidente otro diferente al que se vio en campaña.
De ahí la responsabilidad de los ciudadanos, la sociedad civil y los medios de comunicación de ir más allá de los discursos y las ofertas de campaña que se difunden. Es fundamental que los candidatos expliquen sin demagogia cómo van a lograr lo que ofrecen y en qué condiciones. Si sus propuestas son coherentes con sus actuaciones del pasado, si las cifras y logros que profesan de sus anteriores funciones se apegan a la realidad.