La temperatura de la campaña electoral en el país sube conforme se acerca el día de los comicios generales -19 de febrero del 2017-.
Los discursos de los candidatos apuntan a cuestionar o desacreditar a sus contrincantes, más que ha debatir sus ideas, propuestas o argumentos.
Hay una personalización de la política que no es casual. Todavía hay asesores políticos convencidos de que un discurso de ataque permite al candidato atraer la atención de los medios de comunicación para luego aprovecharla y posicionar un mensaje clave de su campaña. O que resulta oportuno, en un determinado momento, un enfrentamiento personal para distraer al contrincante; hacer que pierda el tiempo contestando, cuando se sabe que ese oponente despega en intención de voto o marca una ventaja importante que es necesario minar.
Si bien para los presidenciables no existe una obligación legal de llevar una campaña de altura; sin insultos, alusiones personales a la profesión, edad, género u otra característica, es una responsabilidad ética de cada uno brindar información y no espectáculo.
Es una cuestión de respeto por los electores. Es cierto que muy pocas personas se interesan o tienen el tiempo suficiente para leer un plan de Gobierno o escudriñar sobre las ofertas de campaña. Pero precisamente por eso los partidos , sin importar su tendencia política, debieran buscar mecanismos creativos, amables, sencillos de llegar al electorado con sus propuestas.
No solo se trata de apelar a la imagen de un candidato para sacar provecho de sus atributos físicos, como ocurre en algunos casos, o venderlo como una ‘buena persona’ que se preocupa de los más desprotegidos, como pasa con otros.
El ser simpático o agraciado no será aval suficiente para enfrentar la crisis económica; generar empleo o tomar medidas serias para combatir y prevenir la corrupción en las instituciones públicas.