En el 2007, el Gobierno ecuatoriano lanzó al mundo una propuesta para evitar la explotación petrolera en el Parque Nacional Yasuní, considerado uno de los sitios con mayor concentración de biodiversidad del mundo.
El plan demandaba una participación económica de la comunidad internacional, que finalmente no alcanzó para cubrir la meta de recaudación (USD 3 600 millones).
Pero en el 2013, el Régimen desechó la iniciativa y puso en marcha un plan B que implicaba la explotación de una extensión no mayor al 1 x 1 000 del Yasuní, con una promesa de por medio: el menor impacto ambiental posible, con el uso de tecnología de punta, y el mayor aprovechamiento de los recursos para el país. El argumento del presidente Rafael Correa fue que necesitamos nuestros recursos naturales para superar lo más rápido la pobreza y para un desarrollo soberano. “El que les diga lo contrario les está mintiendo”.
Pero, ¿hasta dónde el ser humano tiene potestad para intervenir en la naturaleza, bajo las banderas del progreso y del desarrollo? La encíclica Alabado Seas, que el papa Francisco hizo pública el último jueves 18, volvió a traer al debate esa delgada línea entre la necesidad de conservación y la explotación para mejorar la vida del ser humano.
Francisco advierte que no existe una sola respuesta para un problema que tiene varias aristas. Pero también que, en algunos casos, los daños provocados por la intervención del ser humano en la naturaleza pueden ser mayores a los réditos económicos.
Esto aplica, como se señala en la encíclica, en los sitios de mayor diversidad del mundo, porque la pérdida de selvas y bosques supone la desaparición de especies que podrían significar en el futuro recursos importantes para la alimentación o la cura de enfermedades.
Hay que recordar que en su primera visita a Latinoamérica, a Brasil en 2013, el Papa defendió la conservación de la Amazonía. Y que en su encíclica del 2015, a días de visitar Quito, precisa que el cuidado de los ecosistemas supone una mirada que vaya más allá de lo inmediato.