A los quiteños les encanta la política, pero parece que últimamente se ha convertido en una afición restringida a la conversación del café. Los políticos forjados en Quito (no necesariamente nacido en la ciudad), al parecer, están bastante fuera de los escenarios del poder.
No hay políticos quiteños en la cúpula de la Asamblea Nacional. En el Ejecutivo están personalidades que han hecho política en otras ciudades y los ‘chullas’ son más bien contados. Y ahora que se postulan los presidenciables y se barajan los binomios, no hay muchos nombres quiteños que emocionen a las masas del país. ¿Qué pasa?
Una de las razones puede ser que los políticos profesionales tradicionales han visto erosionada su credibilidad, por lo que ahora la política ya no se la vive sino que se la analiza. La política es materia de estudio en la academia quiteña pero ya no emociona tanto ejercerla, como ocurre en Guayaquil, donde se mantiene una simbiosis de empresarios con pasiones proselitistas.
Un síntoma es que Rodrigo Borja haya tenido que salir a apoyar la recolección de firmas de la Izquierda Democrática, quizás el último gran partido nacido en Quito, a pesar de que está retirado de la política.
Twitter puede tener la culpa, pues el compromiso político se ha reducido a 140 caracteres, a un facilismo insustancial que convierte los temas en banales. Ahora se piensa que el político en funciones tiene que solucionarlo todo y que el aporte ciudadano se limita a los memes.
Otro síntoma de que algo cambió en Quito (para bien o para mal) es que la gente, que antes no temía manifestarse en contra de los gobernantes (con razón o no tanto), ha caído en la apatía. Se habla de una década con estabilidad política pero en Quito, más que estabilidad, hubo enfriamiento, resignación, pereza y hartazgo.
Y otro síntoma es que, desde Jamil Mahuad, los alcaldes de Quito no son presidenciables. Queridos y recordados puede ser, pero no para que den el salto a Carondelet.