Ya no me queda sino una de las dos pequeñitas bañistas de porcelana en maillots de baño desde los hombros hasta las rodillas. La de traje verde, recostada en la arena bajo las estrellas, miraba hacia el portal; la de anaranjado, sentada, posaba entre la cálida misericordia del aliento de la mula y el buey.
Las encontré sobre el musgo oloroso a tierra profunda, rodeadas de pastores de cerámica con sus ingenuos dones: un borreguito lechal, algunos panecillos, un morral y hasta una vieja bota de vino avinagrado… Las bañistas procedían de la adolescencia coleccionista de mi madre, y muchísimo tiempo antes de que mis hijos hallaran ese lugar tan natural para la ingenuidad de las nadadoras inmóviles, ya llegaba la Navidad. Papeles arrugados simulaban montes; nubes azules y blancas iluminaban la noche total; fluía una cascada de agüita de verdad, traída por secretos canalillos que mi padre se afanaba en esconder para que el río, de base de papel de plata, pudiera aceptar honradamente un puente desde el que lavaran ropa a esa hora inexplicable, lavanderas de rostros alegres, y la ropita de telas de colores, recortadas para formar cada pieza, se secara al sol.
Por ahí llegaban Melchor, Gaspar y Baltasar en camellos cargados de oro, incienso y mirra para honrar al niño que habría preferido mil veces el cálido aliento de mula y de buey del que hoy -infalibilidad papal mediante- carece en la helada noche del desierto… El gallo cantaba sobre el alero del dintel de un viejo gallinero repleto de pollitos cobijados bajo las alas de mamá gallina; un rebaño de ovejitas mínimas, alguna –y todo hay que decirlo- ya decapitada, esperaba el amanecer entre la hierba alta… Hasta el Quijote de terracota cupo en ese universo melancólico, y algún año se encaminó sobre su rocín hacia el portalito, junto al Sancho sin rucio, por obra de un aciago, momentáneo destino… Un panadero amasaba, bajo un techo de paja dorada; otro llevaba al hombro, por el camino de piedrecitas blancas, la dorada carga del pan. Afuera, Cuenca olía al dorado milagro del pan blanco, de los mestizos, de las rodillas de Cristo para el desayuno familiar.
Hoy, a la entrada de casa, espera el belén.
Hasta el niño entre la Virgen y San José sueña en el divino advenimiento… ¿Qué más da, si Adrián, el nieto pequeñito, ha poblado el belén de rebaños de mastodontes y depredadores, de dinosaurios rex, de osos panda y lagartos, y si toda la paleontología a nuestro haber honra al niño en el nacimiento ingenuo donde el río, ya solo de papel de plata, está abrumado de ballenas y de ocelotes y atraviesa la hierba de papel –por lo de la ecología- hasta desembocar en la vitrina en la que yace, sola y a la sombra, la bañista de verde?