En las relaciones personales como en la política, la pasionalidad tiende a ocupar el lugar del sano razonamiento. En la política ecuatoriana, el fenómeno es cada vez más preocupante, incluso quienes deberían ser portadores de un acercamiento racional a la política, derivan fácilmente al sentimentalismo que exalta traiciones y rencores. Es lo que sucede con los disidentes de Alianza País. De repente, empiezan a ver autoritarismo donde antes solo veían revolución ciudadana.
El sentimentalismo y la pasionalidad en la política obnubilan el juicio sobre los efectos de los actos políticos. La lógica de la refundación, en la cual se embarcaron quienes ahora denostan sus consecuencias, hizo que todos los atropellos, violaciones y arbitrariedades sean justificados en función del objetivo superior. Los antiguos correístas de repente se olvidan que el Presidente no juró la Constitución cuando asumió su primer mandato. Prefieren no acordarse del Congreso cercado por las huestes del MPD, ni del Tribunal Constitucional invadido por hordas furiosas. Las reacciones ante la expresión de rechazo de los ciudadanos no eran más que “exageraciones de la prensa corrupta”, y el monopolio de los medios de comunicación estatales, eran solo la natural respuesta a los “poderes fácticos”. Ahora, gracias al plumazo inconstitucional del líder, de repente, acaban por descubrir el autoritarismo de Correa.
Tal vez Correa tenía razón en llamarles izquierdistas infantiles, porque después de recorrer el camino de la concentración del poder, de auparlo y generar todas las condiciones de su entronización, ahora ingresan al escenario de las vestiduras rasgadas frente a la devastación institucional de la que emerge el líder autoritario.
El discurso de los disidentes intenta diferenciar el proceso en dos tramos: hasta la Constitución de Montecristi todo fue participación, revolución, democracia. Se olvidan que quienes estuvieron en Montecristi fueron responsables de esta deriva autoritaria, porque llegaron como portadores del ideario de una sociedad civil movilizada, y una vez ahí, construyeron un modelo político dirigido a despolitizarla, neutralizando y persiguiendo todo atisbo de organización autónoma. La supuesta recuperación de lo público aparece desde Montecristi como exclusiva estatización del poder. La Constitución garantista y de derechos resulta la fachada del autoritarismo.
Ahora parecería que volvemos a asistir a un enfrentamiento trucado entre quienes dicen representar a la verdadera izquierda, pero la única izquierda, en la actualidad, solo puede comprometerse con la distribución del poder y no con su concentración; con la defensa a rajatabla de derechos y procedimientos y no con la entronización del autoritarismo y del totalitarismo.