Hoy, la amoralidad corre por cuenta de los latinoamericanos. Quienes antes criticaban a Estados Unidos por abrazarse con los dictadores durante la Guerra Fría ahora hacen eso mismo.
Se observa en Rafael Correa, Hugo Chávez, Daniel Ortega y Evo Morales cuando respaldan la satrapía siria de Bachar al Asad, condenada por la ONU, e ignorada por el Brasil de Dilma Rousseff, como antes defendieron la de Gadafi.
Una variante de esa actitud son las propuestas del colombiano Juan Manuel Santos, más preocupado por restaurar las buenas relaciones entre los Castro y EE.UU., que condenar los excesos de la tiranía y ayudar a sus víctimas.
Durante más de cuarenta años los políticos norteamericanos eligieron la seguridad nacional por encima de consideraciones morales. Era la lógica de la Guerra Fría. Casi cualquier cosa resultaba mejor que un triunfo de los comunistas o del gobernante que les abriera la puerta. La izquierda y muchos demócratas consecuentes bramaban contra esa disonancia norteamericana. La más antigua y próspera democracia moderna, paladín de la libertad, debía ser congruente con sus ideales y no abrazarse con dictadores desalmados del mundo.
Pero en 1991 terminó la Guerra Fría. Ya podía escogerse a los amigos sin peligro. Mientras tanto, en América Latina ocurrió un fenómeno paralelo a la disolución del bloque comunista. Entre 1983, cuando terminó la dictadura militar argentina, y 1990, que acabó la chilena, todos los gobiernos latinoamericanos, menos Cuba, salieron de las urnas.
Desde entonces, los nuevos organismos incorporan una cláusula: solo podían pertenecer las democracias plurales que respetaban los derechos humanos y civiles de los pueblos. Se lee en los documentos fundacionales del Grupo de Río, y de Mercosur. Finalmente, el 11 de septiembre de 2001, mientras ardían las Torres Gemelas en Nueva York, los miembros de la OEA firmaban en Lima la Carta Democrática. La apoteosis de la coherencia ética. Nunca más se recurriría al doble estándar de defender la democracia en casa y abrazarse a dictaduras fuera de ella.
Mentira. Hoy casi todos los países latinoamericanos dejaron de defender la libertad y los atributos de la democracia liberal. El chavecismo hace y deshace en Venezuela y a nadie le importa. Correa o Evo Morales conculcan los derechos fundamentales en Ecuador y Bolivia y ningún gobernante los censura. La dinastía militar cubana reprime ferozmente y los países “hermanos” miran a otra parte. Daniel Ortega se roba las elecciones parciales en Nicaragua y corrompe y adultera las generales, y nadie lo condena.
América Latina es hoy el reino de la amoralidad política. Todo vale.