En la antesala de la nave central de la iglesia de San Lorenzo, en Núremberg (Alemania) y a un costado de unas fotografías que muestran la iglesia en ruinas después de los bombardeos de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial, un artista anónimo ha hecho una instalación en cuyo círculo de arena hay seis tabiques de cerámica rotos que representan a Palestina, Israel, Afganistán, Siria, Iraq y Ucrania, todos iluminados por una solitaria vela prendida en un candelero dorado.
Los alemanes saben, tan bien como otros pueblos derrotados, las terribles consecuencias de la guerra, y con esta representación el artista nos proponen orar para prevenir una nueva catástrofe mundial. Al otro lado del mundo, Barack Obama nos dice que no nos preocupemos, que el mundo siempre ha sido un embrollo, aunque ahora su desaliño es más notable por la incesante proliferación de noticias en los medios sociales.
Sí y no. Obama tiene razón cuando observa que el mundo nunca ha estado en paz, pero nadie debe negar la complicada red de implicaciones de los conflictos actuales. Tampoco, como ha señalado el exministro de Exteriores alemán Joschka Fischer, que “las caóticas consecuencias de la desintegración gradual de la Pax Americana son cada día más claras. Durante siete décadas, Estados Unidos ha salvaguardado un marco global que –aunque imperfecto y sin importar cuántos errores la superpotencia ha cometido–, por lo general, ha garantizado un nivel mínimo de estabilidad”.
El problema hoy es que los estadounidenses, los que tienen que mandar a sus hijos a pelear en tierras lejanas y desconocidas, están fatigados después de la desastrosa decisión de George W. Bush de avivar el avispero en Iraq y Afganistán.
Además, sí es posible que la aprensión ante la nueva serie de conflictos regionales sea exagerada, dado que pocos entienden cómo fue posible el surgimiento del Estado Islámico y sus probables ramificaciones en el resto de los países árabes. Lo que todo el mundo sabe es que esta será una guerra llena de peligros estratégicos, pues la tentación de restablecer alianzas con los dictadores de la región en nombre de la realpolitik podría resultar irresistible. Ya han empezado a oírse las voces de quienes sugieren la utilidad de asociarse con Bashar al Asad para combatir al Estado Islámico, olvidándose de los horrores del dictador sirio contra su propia gente. Recurrir a los dictadores sería un grave error, pues, como apunta Rula Jebreal, “entre extremistas y dictadores hay una relación de simbiosis”. No es coincidencia que dos de los principales comandantes del Estado Islámico hayan sido oficiales de Saddam Hussein.
Para serenar el análisis de la situación es imprescindible separar la tentativa de Vladimir Putin de reconstruir el imperio soviético anexándose Ucrania, de la lucha en Oriente Próximo. Y es de esperarse que el debate sobre las coordenadas del nuevo orden mundial empiece a ser discutido esta semana en Bruselas por los representantes de Estados Unidos y Europa en la OTAN.