Durante esta época festiva y de reflexión, una de las mejores cosas que alguien pudiera hacer es leer un buen libro. Quisiera recomendar uno: “El hombre que amaba a los perros”, del cubano Leonardo Padura. Se trata de una lectura ardua -la novela tiene 750 páginas- que narra la historia de Ramón Mercader, el catalán que fuera reclutado por su madre y su amante -ambos militantes estalinistas- para asesinar a León Trotski.
El libro hace un recorrido geográfico e histórico del traslado peripatético que el líder de la Revolución Rusa debió hacer por Turquía, Noruega y Francia hasta llegar a México, acogido por el presidente Lázaro Cárdenas, adonde finalmente iría a morir.
De otra parte, la novela de Padura cuenta la construcción -destrucción sería más correcto decir- de Ramón Mercader como agente al servicio del Kremlin. En ese proceso, Mercader es víctima de lo que más tarde, durante la Guerra Fría, se llamaría un “lavado de cerebro”, es decir un tratamiento físico y sicológico que buscaba eliminar cualquier rastro de humanidad del paciente -como la compasión o la culpa- para convertirlo en un autómata que cumpla órdenes sin chistar.
El narrador de estos dos grandes bloques argumentales es un escritor cubano caído en desgracia -¿el propio Padura?- que apenas se gana la vida editando una revista veterinaria y que, por extrañas coincidencias, conoce a un español de talante misterioso que gustaba pasear a sus dos galgos en una playa cerca de La Habana.
La afición por estos animales, y por los perros en general, es el elemento común que comparten el editor de la revista veterinaria, el español de talante misterioso y el propio Trotski. Todos ellos son capaces de grandes actos de ternura y solidaridad por los perros pero también de cometer injusticias con sus prójimos.
Comportarse humanamente con los animales y bestialmente con los hombres es la terrible paradoja que Padura detecta en las vidas de sus personajes. Todos ellos desconfían de su propio género y se sienten más cómodos con la sencillez y la ingenuidad de un mamífero cuadrúpedo.
Seguramente sea porque los perros no nos critican ni piden más de lo que les podemos dar; tampoco conocen el odio ni el rencor, pasiones que, en cambio, algunos seres humanos sufren hasta desquiciarse.
Peter Singer, eminente filósofo de Princeton, y J. M. Coetzee, Nobel de Literatura, han insistido en la necesidad de dar una importancia moral a nuestro comportamiento con los animales. Por ejemplo, ambos han dicho que es incorrecto matar animales a gran escala para celebrar fiestas como las de estos días. Lo hacen convincentemente pero pierden de vista algo: para que sea sincera, la compasión por los animales debe ir acompañada por un sentimiento similar por los seres humanos.