El enorme valor que tiene la misión de la Policía Nacional queda en entredicho a causa de exageraciones como la del viernes 5 de febrero, cuando la fuerza pública intentó frenar el juego de los carnavaleros en la lagunilla de La Alameda, en Quito.
Parecía que los policías afrontaban una insubordinación de grandes proporciones, una intensa revuelta carcelaria, una crisis masiva se seguridad; pero solo se trataba de guambras que querían bañarse y jugar carnaval, algo que ocurre desde siempre. ¿Era necesario enviar caballos, como si se tratara de un megaconcierto? ¿Era imprescindible que la unidad antidisturbios actuara? ¿Cuál era el disturbio?
El desconcierto aumenta porque, al final, los alumnos lograron tomar la lagunilla y jugar carnaval. Terminaron estilando, tal como pasa cada año.
Se dirá que el objetivo del operativo fue evitar que los alumnos causen daños en el espacio público, pero eso no justifica el despliegue de fuerza, además de que el enfrentamiento causó más destrozos.
Es verdad que al día siguiente los empleados municipales tuvieron que corregir los estropicios que los estudiantes generaron. La basura (cubetas de huevo, fundas de harina y anilina, envases de espuma de carnaval, jirones de uniformes), los peces muertos, un bote hundido y algunos daños materiales no se pueden ocultar; pero eso no se corrige con represión ni prohibición, sino con educación.
Por ejemplo, los mismos alumnos, plenamente identificados, deberían ser citados para la limpieza, para así evitar una mala calificación en sus libretas.
Luego, es evidente que los jóvenes necesitan espacios de desfogue y ese viernes se juntaron varias cosas: fin de exámenes, culminación del período quinquemestral, inicio del Carnaval, un intenso sol. Si la idea es desterrar el juego de carnaval en su faceta agresiva y machista, pues habría que ser menos represivos y más propositivos para que ese destierro sea natural.