Hace algunos años cayó en mis manos “Justine”, la novela de Lawrence Durrell. La fascinación que me produjo su lectura hizo que buscara los demás libros que conforman el “Cuarteto de Alejandría”: “Balthazar”, “Mountolive” y “Clea”. Publicados entre 1957 y 1960, pronto fueron valorados como “la más vívida versión de la novela moderna desde Proust y Joyce” (Steiner). El tema central de la obra es, según su autor, “la investigación del amor moderno”. Explorador de la pasión amorosa, Durrell construye personajes inmersos en la búsqueda epicúrea del placer, la paz interior y una felicidad improbable. Al final de la aventura es un puñado de ceniza lo que encuentran. El amor, en Durrell, tiene el mustio aroma de una flor marchita.
Durrell parte de un axioma: la razón no puede explicar la íntima verdad del ser humano; a ella se llega por la fuerza del amor, el ímpetu del instinto, formas de esa atracción cósmica que mueve el universo. A esta anagnórisis del alma y los sentidos Joyce llamó “epifanía”. Toda gran novela aspira a ser una meditación poética de la existencia. En 1935 se refugia en la isla griega de Corfú. Allí, frente al mar de Odiseo y compartiendo las faenas y los días con sencillos pescadores y taberneros del puerto empieza a escribir su ambicioso proyecto literario. En los años de la Segunda Guerra se traslada a Alejandría; allí, en la mítica ciudad de Cleopatra lo encontramos como empleado del Foreign Office. Las somnolientas jornadas del consulado las alterna con largas noches de bohemia en lupanares y tabernas de esa ciudad laberíntica y ambigua.
La prosa de Durrell fue juzgada inicialmente de manera desfavorable. El lector europeo de los años 50 y 60 estaba acostumbrado al lenguaje despojado de Hemingway, al geometrismo impersonal del “nouveau román” de Robbe-Grillet. Durrell se aparta de todo rezago cartesiano y recupera la posibilidad expresiva del lenguaje, la riqueza sensual, colorista y auditiva de las palabras, la herencia de los barrocos.
La Alejandría evocada por Durrell está lejos de ser aquella ciudad real de Constantin Cavafis, el exquisito poeta egipcio que hizo suya la vivificante herencia helenística. De él sabemos que vivió en el barrio de Massalia, en el piso alto de la casa 10 de la Rue de Lepsius y en cuya planta baja funcionaba un burdel. La Alejandría de Durrell, al igual que el Dublín de Joyce o el París de Proust, es un espejismo suyo, arquitectura fabulosa fabricada de sueños, la fantasía de un hedonista complicado que se busca a sí mismo a través de tugurios, tabernas y lupanares. Muchos años antes que Durrell, Cavafis anticipó el misterioso destino que ambos llegarían a compartir y que en templados versos griegos lo expresó así: “La ciudad irá en ti siempre. Volverás / a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez”.
jvaldano@elcomercio.org