La tragedia que se produjo hace pocos días frente a las costas de la isla de Lampedusa, en territorio italiano, deja profundas cicatrices. El barco pesquero se incendió y naufragó muy cerca de la playa, en horas de la noche, con quinientas personas a bordo. Hasta hoy se han recuperado más de doscientos ochenta cadáveres y habría ciento cincuenta y cinco sobrevivientes.
Una catástrofe de esta magnitud nos obliga a pensar a todos ¿qué es lo que está sucediendo allí, en el continente más pobre del mundo? Pero también nos obliga a reflexionar sobre lo que creen ver las víctimas y los pocos afortunados que llegan a tocar tierra, y no son apresados y devueltos por las autoridades migratorias europeas. ¿Qué esperan encontrar ellos al otro lado de la miseria? Imagino por un momento que esas costas tan cercanas, pero a la vez tan distantes de sus vidas, son una especie de oasis brillante frente a la penumbra permanente en que vive esa gente, presa del hambre y las enfermedades, acechada por la muerte a diario, deshumanizándose cada instante. Imagino que sueñan con llegar a un paraíso terrenal, a la tierra de la abundancia y la prosperidad, a la certeza de un futuro para ellos y sus familias. Solo entonces se puede entender que esas personas se arriesguen a lanzarse al mar en pateras frágiles y abarrotadas o en barcos sobrecargados, que se atrevan a cruzar desiertos interminables o a caer en manos de esquizofrénicos que los ejecutan masivamente; que sean engañadas por traficantes inescrupulosos (asesinos comunes) y se las arroje al océano como basura, en medio de las tinieblas, para intentar alcanzar presuntos tesoros. Y también uno puede entender que de ese otro lado, del lado de la miseria, los problemas ya no deben ser tolerables para un ser humano.
Sin embargo, los que llegan a las costas y lograr superar las barreras de la migración, encuentran allí casi siempre un ambiente hostil, desprecio, corrupción, trabajos denigrantes cuando no esclavizantes, pero claro, también encuentran algo para llevarse a la boca a diario, y agua abundante, y entonces el instinto de conservación puede más que la dignidad que perdieron desde la cuna.
Hay otros, en cambio, que nunca llegan, como las víctimas de Lampedusa, pues su embarcación zozobra en esas aguas agitadas y se pierden en medio de la noche, entre gritos desgarradores, llantos de niños inocentes, desesperación.
¿Qué hay entonces al otro lado de la miseria? Las desafortunadas experiencias que conocemos nos indican que solamente hay más miseria: hombres sin alma que fueron testigos del hundimiento y no los rescataron; políticos cínicos que encuentran una oportunidad para intentar elevar sus bonos entregando visas post mórtem a las víctimas; seres abyectos que miran hacia otro lado mientras los cuerpos de niños y sus familias flotan muertos sobre el mar.